John Paul Meier (1942-2022), neoyorquino, sacerdote católico y estudioso bíblico, muy admirado por Joseph Ratzinger, fue probablemente el mejor especialista en el llamado “Jesús histórico”. Los cinco tomos de su obra magna, 'Un judío marginal', ofrecen tantas horas de lectura como dudas. Meier estableció como cierto que un tal Yeshúa, o Jesús, existió y fue crucificado por los romanos. Pero aceptó que casi todo lo demás, resurrección incluida, era indemostrable o invención de sus seguidores a lo largo de los siglos.
El Evangelio de Marcos, el más antiguo, escrito unas cuatro décadas después de la crucifixión, describe a Jesús como un mago o un exorcista. Y termina de un modo enigmático: tres mujeres acuden al sepulcro para embalsamar el cadáver, pero sólo encuentran a un joven que les dice que Jesús ha resucitado. Las tres salen huyendo “y no dijeron nada a nadie porque tenían miedo”. Fin. Las apariciones y demás son añadidos posteriores.
Es imposible saber en qué consistía ser “cristiano” en el siglo I. De hecho, los primeros “cristianos” no usaban como símbolo la cruz, que debía de parecerles infamante, sino un pez. Pablo, un hombre que no conoció a Jesús aunque sí a su hermano y continuador Santiago (con quien no se llevó nada bien), fue quien estableció las primeras bases doctrinales. En el siglo IV un grupo de obispos redactó el Credo para refutar las ideas de un sacerdote llamado Arrio, quien sostenía que Dios era eterno, pero no Jesús. A partir de ahí, gracias al dogma, empezó a quedar claro qué cosas había que pensar y hacer para ser cristiano.
Esa era la gran ventaja del antiguo Partido Comunista: unos señores en Moscú, inspirados por un filósofo y protoeconomista alemán del siglo XIX, Karl Marx, establecían un Credo. Quienes se atenían a él eran de izquierdas. Quienes lo discutían eran miserables revisionistas. Quienes lo ignoraban eran el enemigo. Nada como el dogma para saber dónde está cada uno.
Hoy, ser de izquierdas se parece a ser un cristiano del siglo II: una cuestión de fe, sin manual al que atenerse. Uno dice que es de izquierdas y ya está. Si le piden detalles tiene que invocar el antifascismo, el anticapitalismo o el antirracismo, y eso para definir lo que no es. ¿Ser de izquierdas consiste en defender el Estado del Bienestar? Puede que sí, aunque también la derecha europea defendió durante décadas el Estado del Bienestar, un mecanismo que, por otra parte, protegió al capitalismo frente a los embates revolucionarios de antaño.
Tal vez ser de izquierdas ahora consista simplemente en rechazar el neoliberalismo, una teoría universal (como el marxismo) que ha logrado contagiar de individualismos y particularismos a la, digamos, izquierda realmente existente. En ese sentido, más bien triste, la izquierda se habría convertido en una fuerza conservadora cuyo gran objetivo sería la protección de ciertos derechos conseguidos por generaciones anteriores.
Yo, desde luego, me siento incapaz de teorizar y mucho menos de dogmatizar. Más por pragmatismo que por otra cosa, me alineo con la corriente izquierdista más denostada históricamente, la socialdemocracia (sabiendo que en ese saco están revueltos desde Rosa Luxemburgo hasta Pedro Sánchez), y creo en pocas cosas, que se resumirían en una: la vocación de igualdad. Igualdad de derechos, igualdad de oportunidades (o sea, fiscalidad a lo bestia), igualdad ante el poder y ante la ley (que vienen a ser lo mismo), igualdad sin distinción de lenguas o lugar de nacimiento.
Para no concluir expresando mi incomodidad respecto a la coalición ecuménica que nos gobierna (desde el progresismo tralalá hasta la derecha trumpista catalana, pasando por el oportunismo y el sectarismo), cerraré esta divagación con aquello que solía decir el gran Manolo Vázquez Montalbán cuando no sabía qué decir: estamos rodeados.