Y Felipe VI eligió bando

Lo confieso: aunque muy remota, albergaba una diminuta esperanza de que Felipe VI impidiera la renovación del Ducado de Franco. No soy un ingenuo y sabía que, caso de hacerlo, no tomaría esa decisión por convicción democrática. Es obvio que tampoco fue la honestidad la que le empujó a retirar a su hermana y a su cuñado el título de Duques de Palma. Si en aquel momento le hubiera movido ese noble fin, no se habrían producido, paralelamente y entre bambalinas, las extrañas maniobras que llevaron al juez del caso Nóos a asegurar que durante todo el proceso judicial había habido un trato de favor “del sistema y otras instituciones, (…) no de los tribunales” hacia la Infanta Cristina. 

Felipe VI no actuó por ética, sino por estética. Esa estética que él tanto cuida y que atormenta a su reina es la que me llevó a pensar que quizás, quizás, la nietísima del sangriento dictador podría no llegar a ser duquesa. Lo tenía muy fácil. Haber anulado el Ducado le habría valido el aplauso entusiasta de más de media España, la comprensión o al menos la indiferencia de la mayor parte del resto y el rechazo de una minoría muy minoritaria de ultraderechistas. Un coste despreciable para un acto lógico y justo que le habría reportado un importante rédito, a nivel de prestigio democrático, nacional e internacional. 

Nada de todo esto pesó en la decisión real y mi gozo se quedó para siempre en el pozo. Dos fueron las razones que me llevaron al equívoco. La primera fue no tener en cuenta que nuestros monarcas cuidan su imagen con los mismos patrones que lo hacían sus antepasados durante los siglos pasados. A Felipe y a Letizia lo que más les preocupa es salir elegantes en el Hola y que sus niñas parezcan (probablemente lo sean) adorables en el Sálvame de turno. Su España sigue siendo la de aquel pueblo aborregado que enloquecía cuando los señoritos se dignaban en saludarles desde su coche de caballos; aquel país en el que la plebe no sabía cómo agradecer la mísera limosna que recibían de los mismos que les freían a impuestos para vivir a cuerpo de rey… y nunca mejor dicho. 

El segundo motivo por el que erré en mi poco convencido pronóstico es mucho más preocupante que la mentalidad vintage de que hacen gala los inquilinos de la Zarzuela. El verdadero problema es que nuestro monarca ha tomado definitivamente la decisión estratégica de ganarse el respaldo de media España, despreciando a la otra media. Felipe VI enseñó la patita con claridad cuando se dirigió a la nación tras el referéndum catalán del 1 de octubre. Ya ahí el rey hizo su apuesta con la mano derecha, no por su lógica defensa del orden constitucional y por su repulsa hacia quienes estaban violando la ley, sino por obviar intencionadamente la palabra diálogo. Felipe VI ninguneó sin pestañear a una mayoría de españoles que pedían angustiosamente que fuera la palabra y no la fuerza la que ayudara a solucionar el conflicto abierto en Cataluña. El rey habló, conscientemente, solo para quienes cantaban el “¡a por ellos!” en las concentraciones ultras y en el interior de algunos furgones policiales.

Solo en esa misma línea de ganarse el respaldo de la derecha y la derecha más extrema se puede interpretar su decisión de renovar el Ducado de Franco. Insisto en la aseveración: “su decisión” porque solo él podía de un plumazo y sin cambiar ley alguna, tal y como hizo con los Duques de Palma, hacer desaparecer el ignominioso título nobiliario creado para honrar a la familia que tiranizó y saqueó España durante 40 años.  Felipe VI ha vuelto a elegir bando, como lo hizo su bisabuelo Alfonso XIII cuando toleró el golpe de Estado del general Primo de Rivera que acabó con la democracia; como ese mismo bisabuelo hizo, años después, al financiar y apoyar la sublevación militar franquista contra la República; como también hizo su abuelo, Juan, al ofrecerse voluntario para combatir, codo con codo, con falangistas, nazis alemanes y fascistas italianos para derrocar el régimen constitucional; como hizo su padre, Juan Carlos, al aceptar la designación a dedo del dictador y agradecérselo tras su muerte creando el Ducado para honrar su memoria y la de sus descendientes. 

Felipe VI ha elegido reinar para una parte de España y, en mi humilde opinión, ha tomado la opción equivocada tanto para él como para la institución que representa. La otra España, o al menos buena parte de ella, ha tragado durante los últimos 40 años con el gasto tan absurdo que suponía sufragar los caros caprichos de una familia real, ha mirado para otro lado ante la dejación de funciones y los líos de faldas que protagonizaba el ahora rey emérito, no ha querido profundizar en las informaciones incompletas sobre comisiones y amistades poco edificantes… Pero, sobre todo, ha aceptado algo tan anacrónico e irracional como es la propia institución de la Corona. 

Simplifiquemos al máximo la situación actual: en plena era democrática a nuestro jefe del Estado no lo elegimos los ciudadanos, sino un óvulo que permite ser fecundado en tiempo y forma por un microscópico espermatozoide. Nos lo pueden envolver con todas las cintas reales que quieran, pero la realidad es así de mundana y nos lleva a plantearnos preguntas que nos conducen a respuestas muy obvias. ¿Es concebible en pleno siglo XXI que el cargo más relevante de nuestra democracia no se elija democráticamente? ¿Es aceptable que la jefatura del Estado se herede como una vivienda, una finca o un cortijo?  

No somos la única monarquía en el mundo civilizado, es verdad. Sin embargo, sí somos el único país que tiene una dinastía real con un pasado reciente tan negro y tan antidemocrático como el que tienen nuestros Borbones. Los británicos recuerdan al padre de la actual reina, Jorge VI, venciendo sus problemas de tartamudez para apelar una y otra vez a la resistencia heroica frente al nazismo. Los holandeses tampoco olvidan los discursos antifascistas pronunciados desde el exilio por la reina Guillermina, a través de Radio Orange, y su negativa a negociar un acuerdo de paz/rendición con Hitler. Esos antecedentes, sin duda, contribuyen a que los súbditos británicos y holandeses minimicen la irracionalidad intrínseca de sus monarquías. 

Los españoles, en cambio, solo podemos recordar de nuestros soberanos enjuagues y más enjuagues con militares y fascistas para conservar o recuperar el trono. Este país tiene pendiente, de hecho, una revisión histórica de lo sucedido antes y durante el intento de golpe de Estado del 23-F. Quizás algún día sepamos, entre otras muchas cosas, por qué el entonces Rey Juan Carlos, tras salir en televisión para desactivar la intentona, le hizo una sorprendente confesión al golpista Milans del Bosch: “Después de este mensaje ya no puedo volverme atrás”

En este contexto, con estos antecedentes y quizás por ellos Felipe VI ha tomado su decisión. En lugar de reinar para todos los españoles, ha elegido bando. Sin duda ha llegado a la conclusión de que solo puede sostener su trono apoyando todo su peso en sus dos patas derechas. La fuerza de la gravedad de los tiempos le harán ver la magnitud de su error.