Feliz día, Thor
Había caído en una trampa evolutiva. Hace dos años y dos meses, sostuve en la palma de mi mano a un ser calentito y frágil y los ojos se me llenaron de lágrimas. Al mirar los ojos amorosos de ese perrito, mi cerebro y el suyo segregaron oxitocina, la hormona del amor. Esa hormona que amarra los lazos emocionales entre una madre y su bebé. Lo descubrí hace poco, leyendo un artículo en la revista del Smitsoniano.
Thor creció hasta convertirse en veintiséis kilos de besos babosos y figura lobuna de pelaje brillante blanco y negro. No es el primer perro de mi vida, pero es mi primer perro. Crecí con Pipo, Raisa, Jacko, Bella, Oso, Yuma y Pupi, los perros de mis padres. Yo los quería, pero yo no era el amor de sus vidas. Salí de la casa paterna y durante mucho más de una década fui una persona sin perro. Al principio, el trabajo no me dejaba tiempo para un cachorro. Luego cambié de país una vez. Y otra. Y temía terminar en un lugar donde al perro le tocase una cruel cuarentena. Pero soñaba con un perro en mi vida. En las librerías, casi a escondidas, ojeaba tomos sobre ellos. Acaricié a todos los perros que pude y escuché, con añoranza, las anécdotas felices que mis amigos contaban sobre los suyos.
Me pregunté tantas veces cómo esos lobos salvajes habían mutado en miniaturas falderas -o torpes gigantones- que nos enamoran. La primera noticia sobre la evolución llegó en 1975. Un grupo de arqueólogos rusos anunció el hallazgo, en Siberia, del fósil de algo parecido a la cabeza de un lobo. En 2011, se anunció que la anatomía de ese fósil, de 33.000 años, sugería que era un híbrido –esos dientes tan largos eran de lobo, pero esa trompa cortita era de perro. En 2012, una prueba de ADN confirmó que aquella criatura estaba más cerca del perro que del lobo. De lobo a perro el camino fue largo: el fósil de perro más antiguo que se ha encontrado tiene alrededor de 14.000 años.
¿Nuestros antepasados capturaron cachorros de lobo para criarlos? Brian Hare, profesor de antropología evolucionaria de la universidad de Duke, dice que no. En el libro The Genius of Dogs sostiene que los lobos se autodomesticaron: algún lobo descubrió que ser amigable con los humanos le traía ventajas. Nunca viene mal el premio de los restos del festín de la tribu, ¿cierto? Algunas generaciones después, los descendientes de esos lobos amables empezaron a tener colas enroscadas, orejas gachas, trompas redondeadas. A verse lindos, como Thor.
Un experimento con zorros, relatado por Hare y un grupo de alumnos, demostró cómo funciona la autodomesticación: mientras más a gusto se encontraban los zorros con los hombres, más rápido entendían los códigos sociales. Y los zorros empezaron a usar expresiones adorables, ojos brillantes, trompitas abiertas en lo que parece una sonrisa. Igual que perritos.
¿Ser simpáticos con el homosapiens fue una estrategia lobuna o fue un desvío genético? Bridgette von Holdt -una bióloga que estudia la evolución de lobos a perros en la Universidad de Princeton- cree en lo segundo. Von Holdt busca un paralelo entre el síndrome de Williams-Beuren -que altera los genes y lleva a algunas personas a ser amigables y confiados al extremo- y la evolución de los lobos. Su proyecto busca financiamiento y de sujetos de estudio.
Caí en una trampa evolutiva al mirar los ojos de Thor. Pero quizás aquellos lobos amigables cayeron en una trampa evolutiva al cambiar su jauría por una tribu. Con su agudo olfato, esos lobos ayudaron a los homosapiens a rastrear una presa, acosarla y matarla. ¿Había algo enterrado o escondido? Ellos lo encontraban y ayudaban a cavar con sus patas. Los peligros de la noche, los lobos salvajes, dejaron de ser una preocupación. El tiempo pasó y esos lobosperros, perroslobos, terminaron cuidando el ganado de sus humanos. Hoy, si un lobo y un perro se enfrentan al mismo problema, el lobo usará toda su astucia para resolverlo. El perro lo intentará, pero si fracasa volverá los ojos a su humano para pedir ayuda.
Ahora en casa me esperan unas orejas puntiagudas y una cola que recuerda a la flor de la caña movida por el viento. Y una larga sesión de reclamos: mi perro no ladra, canta. Thor protesta, escandalosamente, cuando no lo llevo a pasear en el automóvil -he aprendido que Ooouuuuuh significa ¿por qué no me llevaste?-, cuando regreso de un viaje -Oooooooohhh, ¿por qué te fuiste tantos días?- y reclama también cuando no ha recibido el pedazo de salchicha que mi marido le reserva en el desayuno. Thor es un Husky Siberiano y de sus antepasados heredó el amor por las jerarquías -respeta a su alfa-, la habilidad para esconderse con sigilo entre los árboles y saltar a nuestro paso dándonos un susto y un metabolismo eficiente: no come mucho, pero la energía le sobra.
Thor protesta mucho. Me pone la pata encima para pedir caricias. Pide, con aullidos, que encienda el aire acondicionado mientras enseña con su trompa dónde está el control remoto. Y le gusta fingir que es un perro bravo cuando a casa llega un desconocido. Gruñe mucho. Pero lo hace detrás de mí, o desde el balcón.
Hoy, 21 de julio, es el Día Internacional del Perro, y yo celebro al mío. Pero hoy es un día para celebrar a los perros guías, los canes que dan soporte emocional y los que trabajan en tareas de rescate. También es un día para pensar en las formas que tenemos para protegerlos de los malos tratos y el abandono. Dentro de seis días, el 27, será el Día Internacional del Perro Callejero, un buen momento para pensar en la adopción de un perrito. Hoy celebro el amor de Thor, que se tranquilice con mis abrazos cuando esté asustado y que duerma a mis pies mientras escribo, que se ponga absurdamente contento cuando me ve llegar y sus largos reproches por no haberlo llevado a darse una vuelta en el auto. Hoy espero que muchos dejen de ser personas sin perro y estrechen entre sus brazos a uno y caigan en la trampa de la mirada canina.