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El feminismo no es un campo de batalla

Manifestación del 8M de 2023 en Madrid.

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Tu cuerpo es un campo de batalla, reza la mítica obra de Barbara Kruger. Colocar el cuerpo en el centro ha sido, de hecho, una de las hazañas y exigencias constantes del movimiento feminista a través de los años, en una crítica que en ocasiones se esgrimía directamente frente al dualismo cartesiano o que, en otras, se tornaba una reivindicación de la autonomía, del derecho a la elección sobre el cuerpo de una. Sobre los cuerpos de las mujeres se legisla y discute, se debate y se combate; en Francia, hace días, en una victoria histórica, pero no irreversible —como demuestra el caso de Yugoslavia—, el derecho al aborto ha quedado inscrito en la Constitución. El cuerpo, sí, es un campo de batalla político. Pero el feminismo, pienso ahora que se acerca el 8 de marzo, no debería serlo.

Pedir que el feminismo no sea un campo de batalla es, en el fondo, pedir otro tono, solicitar una interlocución más amable, que presuponga bondad de aquella con quien se habla, que no se haga desde la lógica de la guerra, de la amiga o enemiga, de la aniquilación o destrucción de la alteridad. Lo pensaba después de leer una columna en otro medio de comunicación, columna que se dedicaba casi exclusivamente a delimitar el campo de lo que era o no feminismo y de lo que era o no una mujer. ¿En serio, cuando Trump parece encaminado a ganar las elecciones en Estados Unidos o la extrema derecha se acerca a la conquista de una tercera posición en las elecciones europeas, considera alguien que lo conveniente es exacerbar nuestro narcisismo de las pequeñas diferencias?

La paradoja es la siguiente: creo que no hay tiempo menos propicio para el repliegue y la bunkerización que aquel en el cual más fuertes son las fuerzas de la reacción, pero es precisamente en los tiempos reaccionarios cuando más parecemos convertir el campo propio en un campo de batalla en lugar de apaciguarlo lo más mínimo, hacerlo más amable. Lo sabrá cualquiera que haya entrado en algún tweet mío, incluso los que hablan de tomar el café o leer un libro: el odio brota a espuertas y duele más cuando se trata de personas que, en otro tiempo, otro universo paralelo u otra vida, habrían sido compañeras de trinchera.

Cuando veo a Isabel García, directora del Instituto de las Mujeres, abrir las jornadas de una asociación dedicada primordialmente a atacar a las personas trans, que relaciona la teoría queer y la normalización de la pedofilia, o que promueve la derogación de las leyes trans y LGTBI, incluso la 3/2007, pienso: el feminismo no debería ser un campo de batalla, y qué triste es cuando el feminismo de algunas se reduce a la exclusión, a hacer de las mujeres trans, por ejemplo, chivos expiatorios; a desear, en el fondo, que desapareciéramos de la faz del planeta. Cuando veo el currículum virtual o mediático de algunas, incluido el de algunas autoridades, pienso: el feminismo no tendría por qué ser un campo de batalla, y qué triste que haya quien, en su necedad, lo haya reducido a eso.

El disenso y la pluralidad son cuestiones sanas que nutren cualquier movimiento político, pero siempre se distinguen fácilmente del odio y la violencia. Opera más, en estos casos, esta segunda parte —la del ataque por el ataque— que la primera. Y ojalá seamos capaces, en el futuro, no de laminar el disenso en pro de una unidad artificiosa, pero sí de no olvidar nunca que detrás de la persona a quien le hablamos hay un rostro humano, una conciencia, una dignidad. Que este 8 de marzo, día de la mujer trabajadora, no lo copen otra vez las brechas que, interesadamente, algunas han pretendido construir. Y que demuestre que lo mayoritario, en la sociedad y en el feminismo, es lo inclusivo, lo interseccional y lo abierto: que no hay libertad y derechos para algunas, sino siempre libertad y derechos para todas.

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