Cuando algunas feministas reivindicamos la feminización de la política lo que queremos es una política organizada en torno a la interdependencia, la ecodependencia y el cuidado. Una política que ponga lo relacional en el centro, que se oriente a construir formas estables de lo común, facilite encuentros, sincronice ritmos. Una política en la que el poder no se ejerza verticalmente sobre los otros, sino con los otros (Petra Kelly); un “liderazgo transformacional” que fomente el trabajo en equipo, la horizontalidad, la participación y el poder compartido.
Cuando hablamos de feminización de la política, hablamos de garantizar derechos sociales que se orienten a cubrir necesidades básicas, y no solo a asegurar el acceso privado al consumo; que se construyan a partir de nuestra radical vulnerabilidad, y que no se articulen en el vacío, sino a partir de la comunidad que somos y que queremos ser, a partir de un relato y un imaginario común. Porque no entendemos la política únicamente como el arte de administrar los recursos de forma calculada, ni como una actividad administrativa y managerial, propia de la cultura neoliberal, sino también como una actividad orientada a cultivar la solidaridad, las emociones positivas y los sentimientos morales; como esa cosmovisión que refleja el modo en el que las personas viven y se reconocen, y donde el miedo al otro y las psicopatías sociales pueden ser sustituidas por una identidad común más incluyente y más amable. Cuando hablamos de feminización de la política, hablamos de una identidad narrativa porque pensamos que, como señala Honneth, nuestro proyecto de realización personal depende de nuestra capacidad de (re)conocer y (re)construir una relación de reconocimiento con el mundo, y sin tal reconocimiento, no es posible ni la autoconsciencia, ni la autoestima.
Y quienes defendemos esta idea, simplemente, consideramos que las mujeres, en femenino, son las que pueden garantizar este giro hacia un espacio relacional, dada su experiencia psicosocial y el aprendizaje moral que de ella han extraído. El rol que las mujeres han venido desempeñando en el ámbito privado, familiar y doméstico ha hecho que las relaciones interpersonales sean constitutivas de su identidad como mujeres, y les ha ayudado tanto a visibilizar a los más vulnerables como a valorar la importancia de la empatía y los afectos. Por eso, en el mundo de las mujeres la autonomía y la libertad se interpretan como relación, y no como autosuficiencia, inmunidad, separación o fragmentación.
La política feminizada es la que se apoya en una ética del cuidado entendida como ética femenina, pero eso no significa que todas la mujeres compartan un mismo punto de vista ético, ni tampoco supone excluir a los varones de semejante punto de vista, sino que lo que nos indica es que son las mujeres las que están en mejor situación para adoptarlo. Así que, en este caso, cuando se subraya la feminidad y lo femenino como un hecho diferencial, lo que se pretende es poner de relieve que las mujeres son las que mayoritariamente generan y viven lo relacional, sin obviar que hay mujeres masculinizadas, como varones feminizados que se han despojado voluntariamente de su aprendida virilidad.
En fin, la política feminizada no es una construcción que se dirija solo a personas con ovarios sino que interpela también a los varones. Por eso no puede resolverse únicamente recurriendo a acciones afirmativas, reformas legales o política de cuotas, aunque todo eso sea absolutamente necesario (entre otras cosas, porque la hiperrepresentación masculina estimula ciertos roles y comportamientos y obliga a las mujeres a adaptarse a ellos), sino formando identidades masculinas y femeninas que superen los lastres del patriarcado; que superen la mística de la feminidad en el ámbito privado y los procesos de masculinización en el espacio público.
Lo cierto es que la feminización de la política pertenece al mundo de la posthegemonía (Jon Beasley-Murray), en el que la lucha por la ideología y los macrorrelatos de la izquierda y la derecha ya no motivan ni movilizan, ni socializan. Es la política de la sociedad en red, la que tiene más que ver con la vivencia de la interacción (no mediada) y con la conexión emocional, que con el discurso complejo y adoctrinador de la vieja política. Es una construcción en la que la hegemonía discursiva ha de complementarse con una hegemonía afectiva que apele a las vivencias concretas y a las experiencias colectivas, a los saberes situados (Donna Haraway) y localizados (Adrienne Rich). De hecho, es esta naturaleza situada en la subjetividad la que permite elaborar las estrategias que necesitamos para subvertir los códigos culturales dominantes, como han demostrado cientos de movimiento y organizaciones sociales a lo largo de la historia.
La feminización de la política se apoya en una ética de la responsabilidad y del cuidado, que no se resuelve solo en una cuestión cuantitativa, sino que es, sobre todo, cualitativa. Una ética de la responsabilidad que se apoye en el sufrimiento del otro y en el reconocimiento de sus necesidades; esto es, que asuma nuestra radical vulnerabilidad, y la normalidad de la dependencia, intentando eliminar su estigma negativo para concebirla como un rasgo necesario y universal de las relaciones humanas. De ahí que en esta construcción las necesidades no puedan desligarse de los “bienes relacionales”, y las deudas de vínculo que hemos contraído con los otros. Y de ahí también que se entienda la urgencia por hacer visible y conferir valor público tanto a las actividades de cuidado como a las mujeres que las protagonizan, así como redistribuir tales actividades entre los diferentes miembros que componen la sociedad, sean hombres o mujeres. Vaya, una ética de la responsabilidad que asuma que las personas no son autónomas y autosuficientes, sino dependientes y necesitadas, por lo que la actividad de cuidado ha de ser definida como una virtud cívica y como un deber público de civilidad.
En definitiva, la feminización de la política exige una auténtica transformación cultural, de percepción y de sensibilidad, que no se logra solo educando y explicando cómo son y cómo podrían ser las cosas, ni tampoco con políticas paritarias que puedan orquestarse desde el Congreso, por muy necesarias que sean, sino fortaleciendo el intersticio que hay “entre” nosotros, las redes que necesitamos para el sostenimiento de la vida, y construyendo comunidad.