Vivimos una época curiosa. Si las élites políticas, sociales y económicas hace unos años todavía nos decían, pagando campañas televisivas, que el sistema funcionaba y que éramos los mejores de Europa en casi todo, a pesar de unas dificultades pasajeras que “entre todos” íbamos a superar, ahora va y resulta que estas mismas elites se han vuelto regeneracionistas y nos inundan de manifiestos y propuestas de cambio desde arriba, en plan “esto os lo arreglamos entre unos cuantos en un momentín”.
Las iniciativas que se suceden son mucho más interesantes como reveladoras de cómo funcionan esas élites y cómo se están reposicionando que por su contenido en sí mismo porque, la verdad, éste resulta francamente decepcionante. Nos devuelven la imagen de un país muy peculiar, donde los mismos que llevaban años contándonos que todo funcionaba muy bien y dándonos reiteradas explicaciones sobre las bondades de nuestro modelo, ante la evidencia del fallo multiorgánico nos señalan ahora, con una enternecedora fe en los efectos taumatúrgicos del Derecho y del BOE, que con unos cuantos retoques de nada en unas cositas, todo arreglado (o, al menos, parte del problema encauzado para luego ir arreglando todo como siempre se ha hecho).
Es significativo que la moda más reciente en materia de Manifiestos verse sobre cambios en la Ley de Partidos Políticos. Al menos dos iniciativas, una con más políticos, otra con más personas que se han autodenominado “intelectuales”, han aparecido recientemente con mucha fanfarria pretendiendo constituirse en la palanca clave para transformar las dinámicas de nuestros partidos políticos y evitar que se pueblen de medianías que se repartan el poder (y ciertas prebendas y sinecuras) sin mayores preocupaciones u ocupaciones.
Según dice el más reciente de estos manifiestos, “creemos que, entre los muchos cambios que hoy demanda nuestro sistema político, el más urgente es la elaboración de una nueva Ley de Partidos Políticos”. Sin duda, el orden de prioridades que refleja el documento es curioso. Personalmente, la verdad, creo que haríamos bien, intelectuales o no, en atender más a problemas de igualdad y equidad así como a su proyección futura, lo que por ejemplo obliga a tener un sistema educativo público e inclusivo de calidad, como es habitual en Europa. Porque de eso acaba dependiendo casi todo, también cómo son los partidos políticos. Sin embargo, ni siquiera la lamentable regresión al nacionalcatolicismo pagado con dinero de todos provocada por la LOMCE del ministro Wert parece que vaya a servir para iniciar este debate. En todo caso, cada cual es dueño de tener sus prioridades y tampoco tiene sentido negar que el funcionamiento de nuestros partidos políticos deja mucho que desear y causa no pocos problemas.
Curiosamente, la identificación del problema en estos términos no lleva a los promotores a plantear cambios estructurales que afectarían mucho más a cómo son, funcionan, se organizan y reparten cargos y espacios nuestros políticos: desde las normas electorales (basta analizar el ejemplo comparado para comprobar los profundísimos efectos derivados de que el sistema electoral sea uno u otro a efectos de dinámicas partidistas) a la organización de la función pública (cómo se recluta, qué funciones ejerce, con qué interferencias y controles políticos) o la manera en que se asignan los contratos públicos.
Da la sensación de que estos manifiestos regeneracionistas, de hecho, pretenden blindar cierto estado de cosas desviando la atención a esas reformas menores que agitan el banderín de “querer cambiar los partidos”. Por poner un ejemplo menor pero significativo: una medida tan simple y alejada de la regulación organizativa de la Ley de Partidos como prohibir que los cargos públicos cuenten con personal de confianza a sueldo y obligarles a que dependan de asesores que necesariamente formen parte de la plantilla previa de funcionarios de su órgano cambiaría mucho más el funcionamiento de nuestros partidos que cualquiera de las reformas propuestas en los manifiestos, que son más cosméticas y declarativas que efectivas.
Las medidas propuestas en sí, por lo demás, tampoco es que entusiasmen. Olvidan cuestiones muy importantes como la transparencia, apenas si hablan de financiación, son extraordinariamente poco concretas y se centran sólo en generar un modelo de participación en política vehiculado a través de partidos que deberían regirse sólo por un determinado modelo organizativo. ¿Por qué esa rigidez? ¿Hay algún estudio, algún elemento, algún razonamiento que permita albergar esperanzas sobre los efectos previsibles de esos cambios? ¿O sólo un supuesto modelo comparado imaginativamente construido a partir de que un país, Alemania, más o menos funcione así? Sinceramente, no veo las ventajas de eliminar modelos de organización más asamblearios, para quien los quiera construir así. O permitir vías de acción política más diversas. En definitiva, no se entiende bien esta obsesión española vertical y ordenancista de decirnos a todos cómo hacer política y organizarnos. De no entender que, en última instancia, los partidos (y otras estructuras) son instrumentos de los ciudadanos que hemos de hacer nuestros y que en una sociedad madura y libre ello implica dejarnos libertad para hacer las cosas de un modo u otro, elegir, equivocarnos, rectificar…
Otra cuestión sobre la que esta fiebre de manifiestos aporta luz es sobre el nivel (bajísimo) del debate público en este país. Algo que no es ninguna novedad, cierto. Ahora bien, uno espera, eso sí, que cuando son intelectuales regeneracionistas los que toman la palabra, al menos, lo hagan con la voluntad de hacerlo desde el rigor. Pero en vez de eso nos encontramos con propuestas avaladas en afirmaciones con bases tan poco sólidas como eso de que en España tenemos al menos 300.000 personas viviendo de la política (según explican los promotores en un artículo en prensa) o con la ocurrencia de copiar y extremar el modelo intervencionista alemán sobre la organización interna de los partidos políticos y convertir eso en una supuesta pauta muy generalizada en Europa (el manifiesto afirma literalmente que son reglas “muy comunes en las democracias europeas”).
Sinceramente, si el interés de las propuestas se debiera medir por el grado de rigor de los argumentos dados para su defensa y la veracidad de las afirmaciones de hecho que las respaldan, las últimas intervenciones de nuestras elites intelectuales demuestran sin duda la urgencia de regenerar no sólo a nuestros partidos políticos. Puestos a buscar ejemplos comparados en Europa que de verdad nos demuestran que somos una excepción más allá de interesadas confusiones, y perdonen por la obsesión, podríamos empezar por la educación en España y esa anomalía de que esté en gran parte en manos de agentes privados (y encima pagados con fondos públicos).
Es muy dudoso que los problemas, numerosos y muy graves, puedan solucionarse con un regeneracionismo de parches y vertical. Además, la crisis social, institucional y política que tenemos requiere de un movimiento más profundo y de base, más inclusivo, para poder aspirar a salir de verdad del trance. En lugar de pretender cambiar las cosas desde arriba y cerrando el campo, es mucho más interesante atender a propuestas que vienen desde abajo y que, por el contrario, lo abren. El 15M en Asturias ha logrado muchas más firmas que los Manifiestos de Notables (algo sobre lo que conviene empezar a reflexionar, la verdad) para que su Parlamento proponga una reforma constitucional interesantísima, que permitiría una participación ciudadana en política mucho más “desordenada” y plural, que es justo lo contrario a lo que pretenden quienes quieren “ordenar”. L
a verdad es que el contenido de la propuesta, el nivel técnico de las reformas sugeridas y los previsibles efectos benéficos que se intuyen si se aplicaran sobre profundización democrática y participativa (con los cambios sobre los partidos políticos que se derivarían de algo así) dejan en evidencia a las propuestas que vienen desde arriba. Y sólo es (esperemos) el principio. Así, sí.