Es un hecho. El caos se ha apoderado de las elecciones presidenciales de Estados Unidos que se celebran el próximo mes de noviembre. Cualquier cosa puede suceder en una carrera presidencial que empieza a parecer la carrera de los autos locos, pero sin gracia. Si el asalto al Capitolio durante aquel frío 6 de enero nos pareció una de esas cosas que jamás habríamos imaginado contemplar en La Democracia en América, que diría Alexis de Tocqueville, prepárense; lo que vaya a suceder de aquí a noviembre podría asombrarnos aún más.
Thomas Mathews Crooks, blanco, 20 años, sin antecedentes penales, votante registrado republicano en Bethel Park, Pensilvania, y que, al parecer, habría donado hace tres años 15 dólares a un comité de acción política de alineación demócrata -Progressive Turnout Project- ha atentado contra el candidato Trump. Por el camino ha dejado su vida y la de un asistente al acto, dos heridos graves y un impacto de bala en la oreja derecha del aspirante republicano. Iba armando con un fusil AR-15, cuya posesión particular con tanto entusiasmo defienden los republicanos y el propio Donald Trump.
La condena del asalto ha sido unánime, aunque el ala más dura de los republicanos y alguno de los aspirantes a ser candidato a la vicepresidencia con Trump se han apresurado a culpar al presidente Biden y sus críticas al rival. Especial mención merece Santiago Abascal y su inagotable capacidad para quedar en ridículo: el atentado es cosa de la izquierda globalista, Pedro Sánchez y sus socios.
Nadie ha cuestionado la autenticidad del ataque. A diferencia de lo sucedido durante el caso del asalto a la casa y al marido de la portavoz demócrata, Nancy Pelosi, cuyo atacante, David DePape, era un declarado, activo y fanático seguidor de Donald Trump y sus teorías, robo presidencial incluido.
El atentado contra Ronald Reagan en 1981 había sido el último en un país con cierta experiencia en magnicidios ilustres. El efecto que este tipo de acciones de violencia puede causar en un proceso electoral siempre resulta incierto; pregúntenle a José María Aznar si no me creen. El impacto que pueda tener a cuatro meses de estas presidenciales se antoja imprevisible. Nadie puede anticiparlo a ciencia cierta en una carrera presidencial donde el candidato republicano colecciona las condenas y los juicios por decenas y el gran tema en el bando demócrata gira en torno a la edad de su candidato y la conveniencia de su retiro.
El ajustado timing del tirador, colocando su intento en la víspera de la convención republicana que entronizará a Trump como candidato en Milwaukee, sumado a la extrema debilidad de un acosado Biden, a quien le están aplicando con su edad la misma estrategia de desgaste que le aplicaron a Hillary Clinton con su salud y aquel famoso desmayo al pie de la furgoneta, animan a pensar que, además de haber salvado la vida, Trump puede haber cogido el impulso definitivo. Su innata habilidad para intuir el momento y convertir el tiroteo en una imagen icónica, con el puño en alto mientras pide a sus seguidores que luchen -fight-, harán el resto.
Pero los electorados son animales muy sensibles. Puede que EEUU no haya vivido una década tan oscura en términos políticos desde los pavorosos años sesenta y su terrible historial de violencia política. Poner al pirómano a apagar el incendio no acostumbra a resultar buena idea, ni suele ser su decisión. El mensaje de venganza y ajuste de cuentas por la derrota en 2020 que ha marcado la campaña de Trump puede volverse ahora en su contra. En los procesos de polarización extrema suele darse un momento donde el mítico votante medio dice basta, convencido que así no se puede seguir. Lo que decidan los demócratas respecto a su candidato se antoja hoy aún más crucial. Cambiar al candidato a cuatro meses de las elecciones no es lo normal en EEUU. Pero no vivimos tiempos normales.