Me gusta mucho el fin del mundo. Entiéndase bien, en la ficción. Me encantan las películas que terminan con una gigantesca ola devorando la ciudad entera, o en las que el protagonista termina destripado por una decena de zombis. También me despierto feliz cuando tengo sueños apocalípticos. Me gusta que se note la pasta invertida en mis sueños, que no se escatime en efectos especiales y extras. Nada de chapuzas y baratijas para mis megaproducciones oníricas. No hay nada peor que tener un sueño rutinario, de esos que tienes que ir a la oficina o estás haciendo cosas de la casa.
Hace poco soñé que salía a la calle sin mascarilla y me daba cuenta a mitad de camino –aburridísimo–. Soñar que no llevas mascarilla, en realidad, mezcla un poco de ambos mundos: la distopía con la rutina. Salir sin mascarilla se ha convertido en la nueva desnudez. Pero esta pandemia no tiene olas gigantes, ni zombis que te persiguen por la calle cuando sales a hacer la compra. No estás en el pasillo del supermercado eligiendo qué maldito champú comprar y bajas los ojos y hay uno mordisqueándote un tobillo (les encantan los tendoncillos).
Definitivamente, no hay de esos. Aunque este verano, una vez desconfinados (aprovechemos mientras podamos), fui a visitar a mi familia a Baleares. Y un poco de fin del mundo sí que me encontré. En Menorca, las palmeras están descabezadas a causa del picudo rojo; en Mallorca, campos y campos enteros de almendros han muerto a causa de una bacteria que se llama Xylella fastidiosa (os juro que no me lo invento, 'fastidiosa' viene incluido en el nombre, imaginaos…). Pero, salvo unas larvas enormes y el desagradable olor que emana de las palmeras menorquinas, y la atmósfera muy Tim Burton de los campos mallorquines, esto no tiene nada que ver con las superproducciones hollywoodienses. Este fin del mundo es lento y no se puede resumir en una hora y media de película.
Así que aquí nos encontramos, metidos de pleno en una distopía, aunque sin los elementos más glamurosos. En las pelis nunca hay uno que se pone la mascarilla por debajo de la nariz, por ejemplo, y las enfermedades con las que se infectan las personas las convierten en bestias sedientas de sangre. Aquí no, aquí todo es demasiado real para ser ficción.
Sin embargo, este verano he descubierto que al final sí que había zombis en nuestro particular apocalipsis. No solo eso: hay más de los que pensábamos. Lo que ocurre es que andan por ahí, camuflados entre la gente. No tienen los ojos inyectados en sangre ni desencajan sus mandíbulas, pero sí tratan de comerte la cabeza. Empiezas, desprevenida, con una charla amena sobre la vida. Claro, sale el coronavirus, si ahora ocupa gran parte de nuestro día a día. Y su cerebro zombi empieza a maquinar: “Yo no creo en las vacunas”. El ataque ha empezado.
Porque, claro, se puede no creer en algo tan general como en las vacunas; de todas las enfermedades que existen o que ya han desaparecido gracias a ellas. Se declaran descreídos de todo el mundo de la medicina, como si fuera una cuestión de fe. Me han convencido: yo me declaro a partir de ahora no creyente de las manzanas.
Y siguen con lo del 5G, y ahí logran masticar un trocito de mi cerebro, y paso una noche en vela intentando entender cómo carajo es posible meter un chip a través de una inyección y, si es tan tan diminuto, cómo te aseguras de que no se te quede en los restos del fondo del bote de la vacuna para el coronavirus-que-no-existe-nos-engañan-a-todos-fue-creado-en-un-laboratorio-quieren-controlarnos-para-siempre-jamás.
Entonces estás tú, frente a frente con un zombi y ¿qué haces? Lo de liarse a hachazos no es una práctica que esté muy bien vista en el plano de la realidad, aunque, llegado el caso, en las películas se acepta tranquilamente que termines así con la vida de tu mejor amigo. Tampoco puedes dialogar.
A un zombi no le pidas que use mascarilla-no-sirve-para-nada-atacan-a-nuestra-libertad-qué-será-lo-próximo-una-mordaza, ni trates de desarmar sus teorías con hechos. Les da igual: solo quieren comerte el cerebro y que te conviertas en uno de los suyos. Su palabra favorita: 'Infórmate'. Infórmate, sí, en las páginas que ellos te digan. Porque todos sabemos que todo lo que se sube a Internet es verdadero (bueno, todo no, hay que quitar todos los 'medios oficiales' y todos los 'cómplices' de los medios oficiales). No te queda otra que unirte al club zombi –al parecer muchos lo han hecho durante estos meses sin que nos diéramos cuenta– o dar media vuelta y salir corriendo sin mediar palabra.
Lo de saber que haya zombis da un poco de vidilla a este fin del mundo tan soso, pero es una lástima que no puedas distinguirlos a simple vista y que te pongas a charlar con ellos sin saber que en su cabeza ya están saboreando tu cerebro. Se agradecería que tuvieran un hilillo de baba en la comisura del labio, que emitieran algún sonido gutural o que todos se parecieran a Miguel Bosé.