¿Por qué? Me hago la pregunta a mí misma, en silencio, con cabreo y curiosidad casi a partes iguales. ¿Por qué esos orgasmos fingidos? Esta primera persona es del plural: no hace falta preguntar mucho para darse cuenta de que fingir orgasmos es un virus en la vida sexual de las mujeres. Y no hace falta indagar mucho para detectar las causas, el origen último, una mezcla de deseo negado durante siglos, de la penalización de la expresión sexual femenina, del desinterés de los hombres por algo que fuera más allá de su propio placer y de nuestro bloqueo ante un sexo que se vuelve pura gimnasia, cuando no algo peor, y nos ignora.
Para este sistema, las mujeres somos los objetos, no los sujetos. Las deseadas, no las que desean. Somos las que tenemos que esperar a que el chico que nos gusta nos bese, las que debemos decidir cuándo vamos a 'dejarnos'. No demasiado pronto, no vayas a ser una zorra; tampoco demasiado tarde, a ver si acabas por ser la frígida.
Las mujeres a las que se nos prometió libertad sexual hemos tenido que construir nuestro deseo entre esos dos polos. Se nos dio el carné para tener sexo con quien quisiéramos -tomad, esto vuestras abuelas ni lo soñaron- pero se resistieron a cambiar el contenido de ese esquema. Tú ten sexo, mujer, otra cosa es que sea como tú desees, que lo disfrutes, que lo pidas, que digas 'esto no, esto sí', 'deja de hacer eso', 'más fuerte' o 'mira, déjalo'. Tú ten sexo, mucho, pero mejor no pases a la categoría de sujeto.
Así que acabas con alguien en la cama, un hombre, porque estás ejerciendo tu libertad sexual, pero algo no funciona. No has mandado tú el mensaje, porque no quieres parecer una tía desesperada o cachonda o lo que sea. Si lo has mandado tú es probable que durante unas horas lidies con la duda de si el de enfrente te estará juzgando (sí, por hacer lo mismo que él, así es el patriarcado) o con una culpa que no acaba de definirse del todo. Una vez en el juego, el peso del 'objeto, no sujeto', hace su papel. Él pide esto o da por hecho lo otro, ¿y nosotras?
La cosa sigue. Puede que haya dedos que avanzan sin que tú estés convencida, pero le dejas hacer. Quizá esa postura no te gusta del todo, pero qué le vas a decir. Querrías más de esto, pero no lo conoces mucho, te da cosa pedirlo. Él no pregunta, más bien repite movimientos como en una letanía sexual o explora sin prestar mucha atención a lo que tú quieres. Y te cansas o te aburres o incluso temes que ese que se menea a tu lado tenga alguna otra ocurrencia a la que no vas a saber cómo decir que no, llámalo miedo, que lo hay de muchos tipos, llámalo surfear entre la puta y la frígida.
Así que llega un momento en que prefieres pegar cuatro gritos que no sientes que seguir con aquello. Porque no te ves capaz de pararlo, de ser también sujeto y dirigir la 'conversación' a medias. Porque te desespera la falta de interés del otro o te sientes mal pero no sabes cómo ponerle palabras. Porque no te sale decir 'no me gusta' o 'no me voy a correr, ¿lo dejamos?' o levantarte y señalarle el mueble sobre el que quieres hacerlo. No quieres ser la frígida, no quieres ser la puta, no quieres ser la tía con la que uno no lo pasa bien, la que da problemas, o la intensa.
El patriarcado se ha metido en la cama contigo y no sabes bien ni dónde está tu deseo, ni qué lugar ocupa ni qué derecho tienes tú de ejercerlo. Casi prefieres que ese tío salga de la habitación con el ego colmado que resentido o, peor aún, pensando que no merece la pena volver a quedar contigo.
No más. No más hacerle el juego al patriarcado, no más libertad sexual de mentirijilla. Para qué meterte a la cama con nadie si no es para ser quién tú quieras, sujeto, cuerpo y deseo. Para qué querer meterte a la cama con alguien que no quiera al lado un sujeto con sus verbos y sus predicados. Porque qué bien sienta el feminismo. Y los orgasmos de verdad.