Quien más quien menos, hoy en día todos llevamos nuestra vida entera en nuestros móviles. Si no entera, al menos sí buena parte de ella, incluida la más privada, la más importante y, en el caso de un fiscal general del Estado, la más sensible profesional, jurídica y también políticamente. Por ello, las diligencias previas acordadas por el magistrado Ángel Hurtado, encargado de la instrucción en la causa que sigue el Tribunal Supremo contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, y la fiscal jefe de la Fiscalía Provincial de Madrid, María Pilar Rodríguez Fernández, que por el momento han consistido en la entrada y registro de sus despachos profesionales y la incautación de todos los dispositivos electrónicos, incluidos los ordenadores y sus móviles, deben de haber causado un respingo y mariposas en el estómago, por decirlo delicadamente, en más de una y dos personas, sin contar a los propios investigados.
El juez Hurtado ha ordenado estas diligencias a instancias del abogado de Alberto González Amador, aunque han ido más allá de las que éste había solicitado. Hurtado parece ir a por todas en este caso. También ha decretado, ¡menos mal!, el secreto del sumario. Imaginen que el contenido de todas estas pesquisas terminara siendo público. ¡Y encima en una investigación por supuesta revelación de secretos! ¡Nada más faltaría ahora que una parte de esta información fuera filtrada a la prensa! Todo es posible en este país nuestro, tan dado a vivir peligrosamente. Por de pronto, y en su debido momento, sí tendrán acceso a ella, o a la parte que designe el juez Hurtado, las organizaciones querellantes, Manos Limpias, la Fundación Foro Libertad y Alternativa y el Ilustre Colegio de Abogados de Madrid, además, claro está, del propio señor Alberto González Amador, para que puedan construir bien sus acusaciones.
Que la causa contra el fiscal general del Estado no tenía precedentes y que iba a traer cola es algo que ya sabíamos. Y estamos sólo al principio. La instrucción del caso iniciada ahora podría durar meses; o bien terminar mañana o la semana que viene, si Hurtado decidiera archivarla por falta de pruebas –aunque en el mercado negro de apuestas nadie parece creer que esto último vaya a ocurrir–. Lo que ya es seguro es que un juez del Supremo, un juez de marcada ideología conservadora, no lo olvidemos, va a tener acceso a todas las comunicaciones del fiscal general del Estado. Y diversos actores con fuertes motivaciones políticas, también, al menos a una parte de ellas.
Estamos hablando de información en gran medida confidencial y de la máxima importancia. Entre esas comunicaciones, es fácil aventurarlo, habrá conversaciones con todos los altos cargos de la Fiscalía, así como de la judicatura. Pero también las habrá seguro con el ministro de Justicia, y tal vez con otros ministros y autoridades, como el propio presidente del Gobierno. Y en ellas se despacharán temas del más alto nivel judicial, muchos de los cuales con trascendencia política fundamental. No descartemos que incluso se encuentren algunos calificativos aplicados a algunos miembros de las más altas magistraturas del Estado. Aunque el juez Hurtado custodiara celosamente esa información, y también lo hicieran las partes con aquella a la que se les permita acceder, aunque milagrosamente no se filtrara ni una coma a la prensa, no duden de que podemos estar a las puertas de, como mínimo, un gran revuelo en el mundo judicial de España. Y falta todavía por ver si esta causa no se convierte en causa de otras causas futuras contra otros “objetivos”.
Y bien: ¿acaso no es normal que en una investigación judicial se incauten y revisen papeles y dispositivos electrónicos de los acusados a la búsqueda de pruebas incriminatorias? Claro que lo es. Pero no vayan ustedes a pensar que eso se hace todo el tiempo. Primero, para justificar una diligencia judicial tan importante es necesario que sea razonable esperar encontrar algún tipo de prueba o indicio de la implicación de los acusados en la comisión del delito que se les imputa. A un ciudadano normal que se le investiga por conducción temeraria, pongamos por caso, no se le incautan los móviles y ordenadores y se ordena el acceso a sus emails. Dado de que se trata de una medida muy lesiva de los derechos fundamentales del investigado, este tipo de diligencias debe administrarse con mucha prudencia. Es posible que en el caso actual se pudiera justificar la idoneidad de la diligencia desde el punto de vista que, en caso de que los investigados hubieran realmente filtrado los emails que son objeto de la acusación y que constituyen los secretos supuestamente revelados, es muy razonable pensar que lo pudieran haber hecho por email, whatsapp o cualquier otro medio de comunicación electrónica. En este sentido, no es en ningún caso comparable al ejemplo del conductor temerario. Aunque me gustaría pensar que en caso de que los investigados fueran culpables de revelación de secretos no lo habrían hecho usando sus cuentas y dispositivos oficiales. Por pudor, aunque sea.
Ocurre que una decisión como ésta no puede basarse únicamente en la consideración anterior. El juez instructor está obligado a ponderar la idoneidad probatoria de la diligencia con la lesividad de la medida, determinada entre otros factores por la sensibilidad y gravedad de la información a la que se va a acceder, gran parte de la cual será obviamente irrelevante para la causa actual, y también con la importancia de la persona investigada. Entiéndanme. No es que la justicia deba conceder privilegios a nadie, ni que algunas personas se encuentren al margen de la ley. Pero es evidente que el umbral de justificación que debe pasar una diligencia previa de este tipo no puede ser el mismo si se trata de incautar mi teléfono o el suyo, que si se trata de incautar el teléfono de un magistrado del Tribunal Constitucional, de un alto general del ejército, de un ministro, del director del CNI, o del propio presidente del Gobierno. La gravedad del asunto investigado debe ser por lo menos comparable a la gravedad de la información sensible a la que se va a acceder. Y este tal vez no sea el caso.
No estoy diciendo con ello que las diligencias previas ordenadas por el juez Hurtado no estén justificadas. Tal vez lo estén. Yo no puedo opinar sobre ello sin tener acceso a los detalles del caso. Sólo trato de describir la enorme trascendencia que tienen estas diligencias. Primero, para que el lector cobre conciencia de la misma. Segundo, porque a mi juicio demuestran que, efectivamente, el juez Hurtado está yendo a por todas contra el fiscal general del Estado. Y digo “contra” él porque, recordemos, un juez instructor en España es un juez “acusador” en un sentido muy relevante, como lo es de hecho un fiscal en la mayoría de estados de derecho en los que son estos los que se encargan de conducir la instrucción judicial de un caso. Y tercero, porque ello me va a permitir terminar este artículo identificando algunos escenarios posibles ante los que nos podríamos encontrar.
Tal vez la razón por la que el Tribunal Supremo admitió a trámite la causa contra Álvaro García Ortiz y Pilar Rodríguez por posible delito de revelación de secretos, en un país en el que se filtran constantemente a la prensa datos, emails, whatsapps, audios y videos que forman parte de sumarios judiciales bajo secreto y nunca se investigan, y de que el juez Hurtado haya decretado estas contundentes diligencias previas, tenga que ver con un cambio fundamental de posición, con una voluntad inequívoca de poner fin a esta práctica de la filtración, claramente indeseable y delictiva. Qué mejor manera de revertir dicha práctica que comenzar por un caso ejemplarizante y que tuviera por primer castigado nada menos que a uno de los cargos más altos de la administración judicial. Si este escenario fuera el real, y siempre que los investigados fueran realmente culpables, tal vez valdría la pena capear el temporal que se viene encima. Claro que en ese caso deberíamos encontrarnos solo ante el primero de una larga lista de casos que deberían ser investigados, también cuando afectaran a otros cargos de igual relevancia para el estado. Les digo con total sinceridad que prefiero mil veces ese primer escenario al segundo (e incluso al tercero).
El segundo sería un escenario mucho más oscuro. De esos que, por volver a la delicadeza, nos deberían producir mariposas en el estómago a todos. Se trataría del caso en que una judicatura altamente politizada, especialmente sesgada en una determinada orientación ideológica, hubiera decidido cuanto menos mandar un aviso a los altos cargos del Estado de ideología contraria, un ejercicio de peligroso lawfare erosionador de las bases de nuestro Estado democrático y de derecho, y que bordearía lo ilegal. O, incluso peor, que se hubiera abierto una veda de caza al oponente y que algunos estuvieran dispuestos a llevar el lawfare hasta sus últimas consecuencias, que estuvieran preparando sus armas y munición contra las piezas de caza realmente mayor. Si este fuera el caso, más que una sucesión de acusaciones contra otros funcionarios o particulares que hubieran participado en filtraciones judiciales y delitos de revelación de secretos, lo que presenciaríamos es una sucesión de acusaciones contra las más altas figuras del Estado del signo ideológico contrario por delitos probablemente más graves. Ese sería un escenario francamente horrible. Tanto que es mejor no pensarlo demasiado.
Se me ocurre que tal vez el escenario más probable sea otro, uno mucho más simple que todo ello. Que tal vez no debamos dejarnos llevar por nuestros sueños o nuestras pesadillas. Que tal vez la instrucción contra el fiscal general del Estado obedece a una actuación absolutamente intrascendente, por lo banal y por su carácter “ordinario”. Pues, al fin y al cabo, que nunca antes se hubiera investigado a un fiscal general del Estado no quiere decir que no pueda haber una primera vez, sobre todo si uno tiene buenas razones para pensar que efectivamente cometió un delito. Pues, efectivamente, en un Estado de derecho nadie está por encima de la ley (ni el rey, por más que algunos se empecinen en ello).
Estaríamos frente a un funcionamiento plenamente ordinario de la justicia, aunque una de las dos personas investigadas hiciera del hecho algo “extraordinario” únicamente en el sentido de que no ha ocurrido antes. Vamos, que esta causa sería la misma que si se hubiera “pillado” a Álvaro García Ortiz conduciendo su automóvil de forma temeraria. Aunque entonces, claro, no procedería incautarle el ordenador y el móvil. No estaríamos ante el principio del fin de la impunidad con las filtraciones ni ante una caza política –como lo son todas– de brujas, sino ante un caso más, vulgar y silvestre, de actuación normal de la justicia, con un punto, un puntito minúsculo, de arbitrariedad. Una arbitrariedad que surge del hecho de que algunos casos se vehiculan de un modo y otros de otro, como la que tienen todas las causas judiciales en cualquier estado de derecho.
Algunos preferirán que sea cierto el tercer escenario, en lugar del primero. Yo, no. Pero lo que realmente espero es que nadie prefiera el segundo a los otros dos.