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La fragilidad humana es la fragilidad del mundo

19 de noviembre de 2020 22:21 h

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“Había conocido el dolor y lo había sobrevivido. Solo me quedaba darle voz, compartirlo para usarlo, para que el dolor no fuera malgastado”. Puedo leer esta frase en la contraportada de un libro que hace poco me regaló alguien que comprendía, desde la propia experiencia, que muchas veces los libros son dispensadores de consuelo en tiempos de fragilidad. La frase es de la icónica feminista Audre Lorde y el libro de una de las mejores editoriales del momento, 'Continta me tienes'.

Precisamente, los libros salvaron vidas en el inmenso hospital de campaña que se abrió en IFEMA para el peor momento de la curva de contagios en Madrid. “Éramos dos enfermeras en el turno de noche para 63 pacientes. Eran personas que se echaban a llorar y yo no podía consolarlas porque no tenía tiempo. Fue entonces cuando pensé en los libros”, cuenta Ana Ruiz, la enfermera que ideó la biblioteca Resistiré y que acaba de recibir el Premio Feel Good 2020 por el libro en el que cuenta esa experiencia: “fue como repartir medicamentos, pero eran libros”. Pura sabiduría e inteligencia emocional. Humanidad.

La gestión de la fragilidad, o su no gestión, es un tema muy complejo, sobre todo cuando en su ecuación emocional (la menos matemática de todas) entran los mecanismos de defensa que usamos ante aquello que nos duele, que nos hace sentir angustia, miedo o vergüenza. El dolor, la soledad, la tristeza, la decepción, la frustración, la pérdida, la incertidumbre, la rabia, la impotencia... La fragilidad no solo es el dolor físico, sino también el del alma.

La gestión de la fragilidad necesita que seamos consciente de esta. Tanto si es propia como si es ajena. Con la primera podemos crecer como personas, con la segunda como comunidad y sociedad

En estos meses de pandemia, toda esa gestión de la fragilidad empieza a convertirse en una prioridad política como el gran pacto colectivo a suscribir por cada una y cada uno de los miembros de la sociedad. Reproducir a la escala que se necesite las redes de cuidados, apoyo, amabilidad, solidaridad y respeto que en tantos lugares están sucediendo ante la ceguera, o la embriaguez, de quienes marcan los ritmos de tertulias, periódicos, informativos... Aquellos que prestan tanta atención a los problemas de las élites políticas (los que tienen, los que crean y los que no resuelven) y no ven la importancia de los problemas de la gente de verdad.

“No éramos conscientes de las deficiencias del sistema” escuché decir a alguien con una larga y respetada trayectoria periodística ante la gravedad de los datos que ponen en evidencia el incremento de la pobreza y las colas del hambre, el laberinto burocrático para obtener el IMV, el cuello de botella que son los servicios públicos o las costuras de un sistema sanitario precarizado y bajo mínimos. La pregunta sería, ¿acaso alguien pensó que las Mareas que llevan años manifestándose en las calles no tenían motivos para hacerlo desde que, en 2007, la apuesta política fueron los bancos, las élites y las redes clientelares en vez de las políticas públicas y la ciudadanía?

Centenares de informes en estos años vienen denunciando esas deficiencias del sistema de las que parecen no ser conscientes quienes están en primera línea haciendo o comentando la política. Naciones Unidas, OXFAM, EAPN, Foessa, UNICEF España, Cruz Roja, Save the Children, Ayuda en Acción, Educo y un larguísimo etcétera ya lo dijeron. Si no se era consciente es porque quizá nunca se ha querido tomar en serio ni lo que denunciaban ni recomendaban todos estos expertos en luchar contra la desigualdad y la pobreza.

La gestión de la fragilidad necesita que seamos consciente de esta. Tanto si es propia como si es ajena. Con la primera podemos crecer como personas, con la segunda como comunidad y sociedad. No se trata de hacer aquí una exaltación del discurso del bien común, sobre todo cuando hay una estrategia a nivel global desde la extrema derecha de que sea el resentimiento el motor del mundo. Una retórica de enemigos y odios que fogonea viejos y nuevos estigmas y ficciones que encajan como anillo al dedo entre la fragilidad de quienes se sienten atrapados por un infierno no solo de impotencia sino también de prepotencia. O si no solo habría que tantear cuanta gente habrá asentido ante las palabras de Bolsonaro cuando ante la posibilidad de una segunda ola en Brasil dijo aquello de “hay que enfrentarlo”, “hay que dejar de ser un país de maricas”.

Más allá de que ocupen o no posiciones de poder, coincido con el diagnóstico de Luciana Peker cuando dice: “está ganando terreno una derecha muy rancia, porque frente a la sensación de que no hay futuro, sólo aparece como una opción la idea del pasado. Y a mí no me parece que eso sea una opción, como tampoco lo es el presente. Por eso hay que construir un futuro, donde me interesa que haya un modelo donde tengamos amparo, goce, cuidado y esperanza, y no sexo descartable”. Un modelo que acoja, comprenda y no juzgue la fragilidad que siente ahora la gente, que –recordando las palabras de Siri Hustvedt– no infravalore la fuerza de los sentimientos colectivos de vergüenza, resentimiento y rabia, “sentimientos que se extienden en todo el mundo sumiendo las democracias en crisis”.