Francia debe afrontar en siete días una decisión trascendental, una muy similar a la que se enfrentan varios países europeos. Por las características del sistema electoral y la decadencia de los partidos tradicionales y sus líderes, puede recibir con sus votos a la misma extrema derecha que parecía desaparecida desde hace décadas, pero que ahora vuelve con un mensaje diferente, mejor adaptado a las condiciones socioeconómicas del siglo XXI y a los exigencias mediáticas de las campañas electorales.
No tan diferente. A la hora de la verdad, la campaña del Frente Nacional se basa en ese viejo principio que todos deberíamos conocer: un pueblo, una nación, un líder.
Vuelve la apelación a una comunidad étnica de raza blanca que tiene el derecho a elegir su destino, a una nación amenazada por la influencia de extranjeros que traen con ellos valores repulsivos, y a un líder cuyo carisma y convicciones son el único remedio en un momento histórico.
Una parte de la izquierda francesa, no así el Partido Comunista Francés por si es necesario recordarlo, ha decidido que esa amenaza no es lo bastante seria como para apoyar al otro candidato, el liberal Emmanuel Macron. O acusa a los liberales y socialdemócratas de haber creado las condiciones para el ascenso de la ultraderecha, por lo que –en un extraño giro dialéctico– no asume ninguna responsabilidad en una posible victoria de Le Pen. Como un niño inmaduro, ha decidido que son otros los que han roto la puerta y a ellos les corresponde arreglarla. Si por ahí entra el fascismo, no es asunto suyo, aunque ellos y sus valores estarán entre los primeros que pagarán las consecuencias.
Jean-Luc Mélenchon no ha querido decir a quién votará el 7 de mayo. Ha preferido dejar la decisión definitiva a una consulta de los seguidores del movimiento Francia Insumisa, que tienen ante sí tres opciones: el voto en blanco, la abstención o el voto a Macron. Es una decisión extraña, porque no se trata de un caso en que la dirección de un partido prefiere que sean sus militantes los que elijan el camino a seguir. Esos militantes ya tendrán esa oportunidad el próximo domingo. Nadie puede arrebatársela.
En realidad, el equipo de Mélenchon ya ha sugerido cuál será su opción. Probablemente, el voto en blanco, porque no va a votar a Le Pen. Es sólo que no quiere asumir ninguna responsabilidad sobre lo que ocurra en la segunda ronda. Ante la amenaza del fascismo, la respuesta es quedarse en casa o poner en la urna el voto más inútil.
El candidato de la Francia Insumisa recibió siete millones de votos en la primera ronda (un 19,5%). Ante la desaparición del Partido Socialista y el fracaso del dúo Hollande-Valls, Mélenchon tenía la oportunidad de construir sobre esa base la primera fuerza política de la izquierda francesa para la próxima década. Podía haber continuado la campaña en la calle, como si la primera ronda hubiera sido sólo un revés momentáneo. Podía elegir entre continuar la pelea o quedarse en el sofá.
Las elecciones legislativas están al caer. Los socialistas cuentan con una estructura regional potente, aunque sus líderes nacionales sean ahora inexistentes, y seguirá siendo un rival serio. Los conservadores no van a desaparecer sólo porque eligieron a un candidato que colocó a su mujer e hijos como falsos asesores. Es improbable que el futuro presidente tenga una mayoría en el Parlamento a su entera disposición. La política francesa entra ahora en un periodo de incertidumbre en el que todas las cartas están sobre la mesa, excepto para que los que creen en el poder revolucionario del voto en blanco.
En el Parlamento Europeo, la izquierda ha tenido la ocasión de ser testigo del creciente poder de la extrema derecha en todas sus versiones ideológicas y nacionales. Ha visto cómo esa amalgama que forman neonazis, ultranacionalistas y euroescépticos superan sus diferencias nacionales, que en el pasado les suponían un serio obstáculo, para encontrar un mensaje común. La izquierda ha descubierto que la extrema derecha es una amenaza real e inminente.
¿Y la respuesta a ese peligro es el voto en blanco?
Esa respuesta es además el eje de la campaña de Marine Le Pen en la segunda vuelta. Necesita forzar la desmovilización de los votantes de Mélenchon y confiar en que el votante más conservador de Fillon le dé una oportunidad. Aun así, los números no le salen de momento, según las encuestas, pero la estrategia es clara, y es la única a la que puede recurrir. Necesita un aumento de la abstención que drene las hipotéticas filas de Macron para que los votos del Frente Nacional valgan más.
Un argumento escuchado en Francia, y también en España, es que la victoria de Macron reforzaría al liberalismo y allanaría el camino a futuras victorias de la extrema derecha en una Europa en la que los ciudadanos han sido abandonados en beneficio de las grandes corporaciones. La lógica del argumento es inexistente. ¿Se trata entonces de adelantar el reloj para que la victoria del fascismo se produzca cuanto antes? ¿Es una variante del cuanto peor, mejor que sólo garantiza la derrota y algo peor que eso?
¿Se combate mejor al fascismo cuando este tiene todos los resortes del poder?
Le Pen ha criticado la globalización, la política de austeridad de la UE y la desindustrialización de Francia. Esas críticas también se han escuchado en la izquierda en toda Europa, pero no al servicio de las mismas ideas. La candidata del Frente Nacional sostiene que la auténtica Francia es la cristiana y de raza blanca. Que hay que poner fin a la inmigración “masiva” que ha puesto en peligro los valores franceses. Que los musulmanes, que resultan ser de otro origen étnico, deben someterse e ignorar sus condiciones sociales y económicas. Que los hijos de los inmigrantes sin papeles nacidos en Francia pueden ser expulsados. Que compara los siete millones de parados con los miles de extranjeros que llegan cada año para enfrentar a los que están abajo con los que están aún más abajo. Que dice que Francia no deportó a judíos hacia el exterminio en la Segunda Guerra Mundial, como así ocurrió, con el argumento de que la Francia de Vichy aliada de Hitler no era la auténtica Francia. Que la tortura es legítima por útil para impedir un atentado terrorista. Que el colonialismo francés, específicamente el sufrido por Argelia, fue algo bueno porque se construyeron “hospitales, carreteras y escuelas”, como si el millón de muertos de la guerra de independencia fueran sólo un detalle, en la línea de la definición que hizo su padre de las cámaras de gas.
¿Son esos los valores de la izquierda? ¿Se combate a esas ideas jugando a la ruleta rusa y confiando en que sólo haya una bala en el revólver?