Llevar a Franco al centro de Madrid es, además, un peligro en estos tiempos

A la familia Franco hace mucho que habría que haberle parado los pies. Tanto a título institucional como mediático, empresarial y social. Sin contemplaciones. No son culpables de los crímenes cometidos por su padre, abuelo o bisabuelo, pero sí de aceptar privilegios por el hecho de ser hija, nieta o bisnieto del criminal. El primero, que su ancestro fuera enterrado en lugar y forma que ofendía a sus víctimas y a sus familias. Después, que la fortuna amasada gracias a los abusos del militar golpista, que se benefició económicamente de su triunfo por la fuerza, no solo quedara en sus manos sino que se incrementara tras su muerte gracias a haberles permitido mantenerse en las élites sociales y empresariales del Reino de España que el militar dejó en herencia. Si el patrimonio material de la familia Franco no dejó de crecer, su patrimonio moral quedó de esa manera legitimado. Se les respetó un estatus que incluye títulos nobiliarios y gran parte de la prensa les ha dado trato de celebrities.

Producto de esa legitimidad que les ha sido otorgada es que ahora estén comportándose con tan chulesca altanería como para exigir que los restos que se exhumen del Valle de los Caídos sean enterrados de nuevo y con honores militares en la catedral de la Almudena de Madrid. Los nietos del dictador pretenden, literalmente, que se honre a la momia con “la interpretación del himno nacional completo, arma presentada y una descarga de fusilería”, así como “los cañonazos que corresponda”. En cuanto a armas, fusilería y cañonazos es obvio que no han cambiado nada respecto a los métodos de su abuelo Paco. En lo que respecta al himno nacional, no se me ocurre interpretación más apropiada y sentida que la de una Marta Sánchez que fuera ataviada con mantilla negra y llorara perlas cual collares. Pero dejémonos de digresiones satíricas. Esa gente, los Franco, que debieran agradecer no haber tenido que salir por patas, están sacando los pies del tiesto porque nadie nunca se los ha parado. Si han estado o siguen en las presidencias, los consejos de administración y el accionariado de Filocasa, Montecopel, Sargoconsulting, Proaca, Marletmakai, Arroyo de la Moraleja, Renval Inversiones o Francoveda, por citar solo algunas y dedicadas a la especulación inmobiliaria; si han tenido la osadía, y se les ha permitido, de hacer del faranduleo su modus vivendi post mortem de Franco, cómo no van a pedir honras fúnebres y cañones por banda. De malhechores.

Resulta que en 1987 la hija de Franco andaba comprando espacio para panteones en la (espantosa, por cierto) catedral madrileña. Pagó la friolera de 150.000 euros y ella misma y su marido ya están enterrados allí. La pretensión de trasladar allí a la momia de su padre, que sembró de miseria este país, contiene la quintaesencia de la infamia que esa familia perpetra contra la historia, pasada, presente y futura, de este problema llamado España. Tratar de llevar los restos de Franco a la Almudena es torcerle el brazo al cardenal de Madrid, Carlos Osoro, haciéndole una llave marcial de legionario. Llevarlos al centro de Madrid -donde el fascismo español tendría visibilidad, sacaría pecho y haría músculo- sería hacernos a todas un corte de mangas chusquero, que nuestra historia no merece. O sí: de los polvos de los platós, los lodos catedralicios.

Por imperativo moral y por responsabilidad política, los restos de Franco no deben estar en pleno centro de Madrid. Sería un retroceso que no debe permitirse, por ser contrario a la dignidad democrática y al mínimo respeto a los presupuestos más básicos de la memoria histórica. Mucho menos en los tiempos que corren. El resurgimiento de la extrema derecha en Estados Unidos, en Brasil o en Europa plantea peligros insoslayables para la convivencia, que una decisión así haría inminentes. Los restos de Franco en La Almudena convertirán la plaza de Oriente, en pleno centro de Madrid, en los cuarteles de invierno de la ultraderecha española. Y su presencia generará violencia. Si no cunde la sensatez política y evitar la apología del fascismo no es razón suficiente, esperemos que cunda la sensatez comercial de proteger una zona eminentemente turística. La Iglesia española defrauda una vez más con su tibia complicidad. Quizás el Vaticano, que de negocios sabe mucho y estará echando sus cuentas, le haga entender el error real que supondría ese acto simbólico.