Frank Underwood no duda en mentir y manipular si lo que está en juego son los fines que previamente se ha marcado. A menudo pasa las noches en vela cavilando frente al tablero, pensando el próximo movimiento sin importarle mucho personas ni principios.
Aún hoy se sigue ensalzando el realismo de Joseph Schumpeter por haber descrito en 1942 la política precisamente en estos términos, una competición feroz donde vale casi todo por obtener el caudillaje de un partido, por vencer a los líderes de otras organizaciones, por conservar lo conseguido tan duramente en una pugna llena de sombras.
En el rico y posiblemente interminable debate sobre Niccolò Machiavelli, hay quienes le sitúan como el primer gran adalid de este modo de entender la política. Un gran libro de Maurizio Viroli, sin embargo, se esforzó hace unos años en cuestionarlo. Repasando palmo a palmo la obra del florentino, Viroli mostraba que Machiavelli no hablaba de política cuando aconsejaba al príncipe, sino de razón de Estado. Es decir, del arte de adquirir y conservar un poder de dominación territorial por parte de uno o unos pocos.
La política era algo distinto. Viroli se remontaba al siglo XIII para recordarnos un hecho decisivo en la Europa latina, la recuperación de la Política y la Ética a Nicómaco de Aristóteles. Con ellos se recobró la noción de política como lo que sucede entre los ciudadanos mediante la palabra, diciendo y escuchando entre iguales de cara a decidir sobre lo público atendiendo al bien común. Los animales de polis aman sus ciudades, sostenidas por el respeto y la amistad, donde se ofrece cierta permanencia a la libertad gracias a las leyes. Las malas artes de la lucha a cualquier precio, desarrollada a menudo en soportales ocultos de la luz pública, es lo que provoca su ruina.
Este inicio de la baja Edad Media era un tiempo en el que la recuperación del pensamiento romano, con Cicerón a la cabeza, había trasladado a las ciudades italianas una preocupación por el carácter político del lenguaje, por las cuestiones éticas así como por las virtudes del gobernante. En diversos tratados se intentaba poner freno a la ambición de los príncipes mediante el estudio de las virtudes políticas que debieran guiarlos: templanza respecto a las pasiones, fortaleza frente a la adversidad y la buena fortuna, prudencia ante cada decisión y un imprescindible sentido de la justicia.
Esta vieja tradición republicana de la política que ensalza Viroli, sin ser todavía democrática, supone un cortafuego frente a las pugnas donde estrategias y traiciones sepultan principios y virtudes. Machiavelli, aun desafiando esta moral humanista, será capaz de escribir una de las grandes obras universales sobre la política republicana, Los discursos sobre la primera década de Tito Livio, al mismo tiempo que en El Príncipe plasmará de manera cruda, realista, los entresijos de una razón de Estado plena de elementos bélicos.
Ambas esferas se confunden en nuestros días, donde triunfa sin discusión el célebre aserto de Von Clausewitz: la política es la continuación de la guerra por otros medios. El jurista y teórico nazi Carl Schmitt se encargaría de pulir este concepto en los años treinta para indicar que la política se daba allá donde éramos capaces de marcar la línea de separación entre el amigo y el enemigo. De la mano del antagonismo de clase esta noción ha seducido a gran parte de la izquierda, sin ser del todo conscientes de los abismos que acarrea.
A Frank Underwood no le gustan los ingenuos ni los pusilánimes. Es capaz de destrozar vidas con un par de llamadas. No le valen las críticas, pues exige fidelidad militar. Siempre atento a los financiadores y sus intereses, anticipa los golpes, se esfuerza en controlar a la prensa, filtra documentación de compañeros de partido y sobre todo, cual moderno Macbeth, se deja espolear por una ambición homicida. Política es guerra.
Pensemos ahora en el acento siciliano de Mariano Rajoy cuando musita “la política es muy dura” tras aquella dimisión de Piqué. Recordemos las mentiras del 11 de marzo de 2004. O las filtraciones del caso Bárcenas, procedentes del propio Partido Popular. Desgranemos las consecuencias de la desconfianza y la guerra de posiciones en el PSOE de los últimos decenios.
Cuando surgió el 15M toda una generación harta de este modo de comprender la política bajó a las plazas. No nos representaban porque veíamos como algo ajeno un bipartidismo recorrido por la opacidad, donde medraban a codazos los afines al aparato y las puertas no dejaban de girar. Sobre el espeso manto de una amplia corrupción, la prensa oficial dibujaba un negro contorno de favores, bandos y propaganda. Y mientras, seis millones de parados. Los discursos oficiales carecían de profundidad, de autenticidad, variando a ritmo demoscópico según sirviera a lo que realmente importaba: conquistar o preservar el poder.
No era general, claro. Pero la antipolítica à la Underwood dominaba demasiado la escena. La desbordaba incluso, inundando otras instituciones —cómo no pensar en la Universidad—. Definía una cultura política muy arraigada en un país recién salido de cuarenta años de dictadura, amnésico con sus grandes referentes y experiencias del pasado.
Contra todo ello se rebeló el 15M. Logró cambiar la agenda con propuestas surgidas de la calle. Volvió la reflexión ética. La gente de las plazas habló con una veracidad perdida, necesaria. Siglos después, en un nuevo instante fugitivo, se estaba recuperando a Aristóteles, Cicerón o Quintiliano. Tratando de decidir en libertad entre todos sobre lo que nos afecta a todos, cómodos en nuestras diferencias y respetándonos como iguales. Siendo capaces de ampliar y mover nuestros puntos de vista previos con argumentos, informaciones e historias de vida escuchadas en las plazas.
Al menos estos eran los anhelos. Y algo se avanzó en apenas unos meses.
El 15M no tomó el poder. Lo sabemos. Sus decisiones solo afectaron a las propias asambleas, a menudo ineficaces y situadas en el afuera institucional. Hubo una retirada menguante a los barrios, al trabajo cotidiano de base, y surgieron las mareas, las PAH y tantas otras iniciativas dignas de elogio. La crisis seguía golpeando, casi tanto como la represión policial, mientras la antipolítica seguía al mando. Hablábamos de régimen, pero este no caía, y fue entonces cuando nos comieron las urgencias en torno a la vía electoral.
Se montaron partidos que no lo iban a ser, se ejercieron presiones “terroríficas” por puestos. Y así estamos. En un pequeño impasse algo confuso.
De ahí que hoy sea preciso subrayar que acabar con el régimen implica no solo atacar el capitalismo, sino también la antipolítica. Debilitarla, plantarle cara, desafiarla. Conocerla bien, pues lo contrario es un suicidio. Y a la vez rechazar sus atajos y fascinaciones atávicas. Conscientes de que está ahí, de que domina nuestras instituciones y de alguna manera la seguimos respirando. Sigue siendo la forma de muchos de encarar su relación con el poder, de asegurarse la supervivencia. Y se contagia. Seamos realistas con ello, sí; pero además audaces. Sin ceder a sus dádivas ni al miedo, atrevámonos a ponerla frente al espejo y avergonzarla. A desactivarla de manera pacífica, efectiva. El primer lugar en nosotros mismos, pero no solo.
Lo que simboliza Frank Underwood está en el corazón de esta crisis. Y si no sabemos pararlo, tiene para varias temporadas. En la medida de nuestras posibilidades y del coraje que podamos desplegar, sigo pensando que la mejor forma de contrarrestarlo es precisamente haciendo política; como decían los antiguos, la más noble de las ciencias humanas.