Una escena muchas veces vista en películas: una víctima de tortura entra en una tienda, y de pronto oye a su espalda la voz de otro cliente. No puede ser. Es él. Su torturador. Reconoce su voz, después de tanto tiempo. La víctima no sabe si escapar o denunciarlo, está paralizada, le cae sudor frío por la espalda.
¿Cuántas veces se ha producido esa misma escena en España? ¿Cuántas víctimas de tortura se han reencontrado años después con su torturador, y lo han reconocido? Me cuenta el cineasta Andrés Linares cómo hace doce años se encontró, en la piscina donde solía nadar, al policía que le interrogó cuando en 1973 fue detenido y pasó por el temido edificio de la Puerta del Sol. Ahí estaba el represor, dándose un baño en la piscina, disfrutando su jubilación.
Como la historia de Linares conozco unas cuantas más, de víctimas que se cruzaron con sus torturadores. En alguna ocasión, para más escarnio, seguían siendo policías. Al reencontrarse, las víctimas sentían más vergüenza que miedo, más humillación que rabia. Y la impotencia de saber que su impunidad estaba blindada.
Esa es también parte de la historia de esta España que hoy hace aguas. Ha tenido que venir la justicia argentina a recordarnos que los torturadores se siguen paseando entre nosotros. Y si solo fuese un paseo: muchos siguieron en activo, fueron ascendidos, condecorados. El problema no era ya solo que en las calles hubiese torturadores sueltos. Lo peor es que los había también por los pasillos de las comisarías de una policía que se decía democrática.
‘Billy el Niño’, por ejemplo. Su nombre no dice nada a los más jóvenes, pero para muchos de nuestros mayores es un personaje legendario, uno de los nombres más siniestros de la historia reciente. Siendo muy joven (de ahí el apodo), se ganó fama como uno de los torturadores más eficaces (lean el auto de la juez argentina, donde se detallan sus métodos). Después, durante la Transición, se le relacionó con la ultraderecha, y su nombre apareció en el juicio por la matanza de abogados laboralistas de Atocha, al que fue llamado a declarar, y en otras acciones de la guerra sucia de aquellos años, aunque salió limpio de todo. Homenajeado y condecorado por los suyos (la medalla al Mérito Policial se la puso Martín Villa, que ahora puede seguir sus pasos en el proceso argentino), acabó por pasarse a la seguridad privada, donde años después se le relacionó con Javier de la Rosa, otro protagonista de la historia subterránea de este país.
He rebuscado en la hemeroteca las noticias sobre el juicio por la matanza de Atocha, cuando tuvo que declarar. En todas se insiste en la obsesión de ‘Billy el Niño’ por no ser fotografiado. De hecho, la única foto que circula estos días es de muy joven. Así garantizó su anonimato durante tantos años. Hasta hoy, cuando el auto de la juez Servini le habrá sobresaltado.
Recupero, de un ejemplar de La Vanguardia de 1979, las palabras de los abogados que estuvieron presentes en su declaración en el caso de la matanza de Atocha. Entre ellos, Nicolás Sartorius, que aseguraba que ‘Billy el Niño’ “ha declarado con un nerviosismo tremendo, sudaba mucho. Tanto que el traje azul que vestía estaba sudado hasta la cintura.”
Al leerlo, pensaba en otros sudores: los de quienes pasaron por sus manos, y los de quienes se cruzaron en su camino años después y quizás reconocieron su voz y recuperaron el miedo y el dolor de entonces.
No espero que el gobierno español detenga y extradite a los cuatro torturadores. El hecho de que uno de los siguientes en la lista sea el suegro del ministro responsable de autorizar la extradición, tampoco da muchas esperanzas. Pero eso no quiere decir que no tenga consecuencias.
De entrada, arroja luz sobre una verdad que ha estado oculta durante mucho tiempo, que los jóvenes hoy indignados tal vez ignoran: que en España se ha torturado durante muchos años. Recupero al mismo Sartorius, que en uno de sus libros (El final de la dictadura), cuenta: “no faltaban comisarios de la Brigada de Información Social que, en pleno 1976, a una vara con punta de hierro con la que golpeaban a los detenidos la llamaban los derechos humanos”
La actuación de la juez argentina servirá para que nuestros jóvenes indignados sepan que los policías torturadores fueron amnistiados, pero también ascendidos, condecorados, mantenidos en activo en unos cuerpos policiales que, ya en democracia, siguen acumulando denuncias por abusos, malos tratos y torturas (que igualmente suelen quedar impunes). Que sepan que esa impunidad es también parte del derrumbe actual. Y que sepan que esos torturadores siguen viviendo entre nosotros.
Quizás sirva también para que la próxima vez que un torturador y su víctima se crucen, sea el torturador el que tenga miedo. Tal vez ‘Billy el Niño’ vuelva a sudar su traje, pensando que cualquier día una de sus víctimas se lo encuentre, y en vez de encogerse decida llamar a la policía para que lo detengan.
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(una recomendación final: la escena del primer párrafo no solo aparece en películas. También en una de las mejores novelas que he leído en mucho tiempo: Twist, de Harkaitz Cano, donde hay torturadores impunes y víctimas humilladas de nuestro pasado reciente. Léanla, por favor)