Hace algo más de un año que el presidente del Gobierno, hoy en funciones, anunció el traslado de los restos del dictador Francisco Franco para extraerlo del Valle de los Caídos. A partir de ese momento, lo que parecía una declaración de intenciones al inicio de una incierta legislatura, se convirtió en un rocambolesco proceso. La falta de contundencia del poder ejecutivo inició un pulso con la familia del dictador, de tú a tú, escenificando una enorme debilidad democrática, una frágil voluntad política y una esperpéntica falta de previsión que quedó en evidencia el día que la familia del general golpista anunció la propiedad de un nicho en el centro de Madrid.
Cuando en septiembre de 2018, la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, defendió en el Senado la exhumación del dictador y atacó al Partido Popular y a Ciudadanos diciéndoles que, ante una situación así, “nadie se podía poner de lado”, su intervención trató de poner en evidencia que la extracción de la momia del dictador del Valle de los Caídos era un imperativo categórico. Si las malditas hemerotecas hablaran, ese día habrían crujido recordando cuando Carmen Calvo fue ministra de Cultura en el año 2006 y el Gobierno del que formaba parte permitió que la nieta del dictador se embolsaba decenas de miles de euros, de la televisión pública, en el programa “Mira quién baila” al tiempo de que el Consejo de Ministros del que ella formaba parte no se responsabilizó de buscar a las personas desaparecidas por la represión de la dictadura.
La lucha por el poder es la lucha por el dominio de los significados. El poder invierte ingentes recursos en manipular, imponer o enterrar significados. En la transición, mientras algunos familiares desenterraban a sus seres queridos, con sus azadas, con sus manos, con el amor y el dolor que les causó la represión franquista, las élites dedicaron ingentes esfuerzos a enterrar significados, crearon periódicos, quemaron millones de documentos, controlaron milimétricamente los contenidos de la enseñanza, la parrilla de la televisión y llevaron a cabo una bien aprendida gestión del miedo que alcanzó su cima con el grito: “Quieto todo el mundo”, del teniente coronel Antonio Tejero, en el Congreso de los Diputados, el 23 de febrero de 1981.
El olvido, la ocultación pública del pasado que llevan a cabo las élites y sus capataces, es en realidad una mezcla de amenaza encubierta; de miedo a enunciar (y por lo tanto, a denunciar), algo que incluso cortocircuitó la transmisión oral de miles de historias familiares; de silencio impuesto, que se convirtió en autoimpuesto; y de ignorancia planificada y plagada de señuelos.
En la mitología griega, quienes conseguían reencarnarse, podían beber del río de la memoria (Mnemósine) para saber quiénes habían sido en sus vidas anteriores, para restablecer su(s) identidad(es). Tras la muerte del dictador Francisco Franco se abrió la posibilidad de que la recuperada democracia bebiera del río de la memoria, pero las élites, que llevaban siglos borrando su rastro, conocían bien sus peligros y alejaron a la sociedad de las fuentes del pasado, creando la oportunidad para aparentar que nuestra sociedad no había conocido la democracia, el sufragio universal y la alternancia de ideologías en el poder durante los años de la Segunda República.
Cuando, a principios de este siglo, los nietos y las nietas de las personas desaparecidas por la represión de la dictadura franquista comenzaron a desenterrar a sus abuelos para saber qué les ocurrió, denunciar su asesinato y darles una sepultura digna, estaban abriendo en cada fosa una fuente del río de la memoria, un cauce, un potente caudal que podría anegar la sociedad de un nuevo significado.
La recuperación de la memoria histórica causa, entre otros múltiples efectos, un cambio de significados. Eso altera la mirada de la sociedad hacia su presente. Así ha ocurrido que lo que parecía un hecho normal, como que un Estado democrático obligue a las víctimas de una dictadura a pagar con sus impuestos el mausoleo del responsable de todo el daño que padecieron, deje de serlo. El Valle de los Caídos, con la aportación del nuevo significado, se ha convertido en un lugar incómodo para quienes sienten y defienden una verdadera cultura democrática y también para quienes defienden la pervivencia de los significados impuestos por el franquismo, algo que ha podido tener relación con el despegue electoral de una extrema derecha que vio roto su concordato político con el Partido Popular cuando este, junto a Ciudadanos, se abstuvo con respecto a la exhumación de la momia del dictador.
Lo difícil de entender, un año después del anuncio presidencial, es que el proyecto del Gobierno sea desplazar los restos de Franco de un monumento que es propiedad pública, para depositarlos en un panteón que también pertenece al Estado y que acaba de ser reacondicionado para mejorar su estructura, la de la capilla que incluye y la señalización del mismo. Si finalmente se lleva a cabo de ese modo, la agresión que supone para las víctimas seguir pagando con fondos públicos el mausoleo del dictador, algo que sería inimaginable en un caso de terrorismo, permanecerá en el tiempo.
Es difícil explicar la falta de voluntad política del Gobierno, que siendo el poder ejecutivo, debería haber sacado el cuerpo de dictador y haberlo trasladado a un lugar donde no suponga un problema de orden público y su familia dedique parte del beneficio de lo expoliado para pagar su tumba. Se habrían ahorrado viajes al Vaticano, la imagen de empoderamiento de la familia del dictador, y la exhibición de la debilidad de la democracia frente al pasado de la dictadura.
En la rueda de prensa del Consejo de Ministros del pasado viernes 26 de julio, la vicepresidenta Carmen Calvo aseguró, para definir el compromiso con las ideas de izquierda de su partido, que han gobernado tres veces este país… y todavía tienen compañeros en las cunetas. La frase podría pasar desapercibida salvo que desde el río de la memoria nos preguntemos por qué en esos tres gobiernos no se tomó la decisión de que ni su partido, ni ningún partido, ni ninguna familia tenga compañeros y seres queridos tirados en cunetas, donde quisieron hacerlos invisibles los enterradores del olvido. Y más si tenemos en cuenta que la militancia de base socialista tiene clara la necesidad de recuperar la memoria.
Estamos en el año 2019 y casi todas las personas que pueden relatar los horrores que padecieron como consecuencia de la represión franquista han muerto. Sus voces, su torrente de significado no está en los archivos militares ni civiles, no está en los documentos ni en los libros de texto, ni en los museos, ni en las bibliotecas, ni desgraciadamente en las sentencias de los juzgados. Mientras la momia del dictador no obedezca la orden democrática de salir del territorio del Estado, física y simbólicamente, nuestra democracia seguirá debilitada, incapaz de enfrentarse a los poderes que pugnan por arrebatarle su verdadero significado, atada como Prometeo a una roca y sin poder arrebatarle el fuego a los dioses.