En el contexto de las protestas contra la reforma de la ley del aborto, una acción ideada por una artista está teniendo tanto o más impacto mediático que la más numerosa de las manifestaciones. A Yolanda Domínguez se le ocurrió que las mujeres inscribieran su cuerpo en el Registro Mercantil, y decenas de ellas ya lo han hecho, hasta ahora, en Madrid, Barcelona, Sevilla, Bilbao, Pamplona, Pontevedra y Albacete. Su proyecto, de carácter simbólico, tiene por objetivo “visibilizar el descontento” ante la cosificación y desposesión del cuerpo de las mujeres. No es la primera vez que Domínguez lleva a cabo acciones artísticas colectivas: ha colaborado con Greenpeace o Médicos del Mundo en acciones específicas y ha realizado muchas otras relacionadas con la igualdad, el género y el consumo. Considera el arte como una herramienta de transformación social y como “unespacio perfecto de denuncia social”.
Más allá de esta acción concreta contra la Ley Gallardón, lo que Yolanda Domínguez reivindica para el arte es su carácter colectivo, de herramienta para generar experiencias, de lenguaje crítico frente a situaciones sensibles a la comunidad y frente al “enclaustramiento” que el capitalismo ha ejercido sobre la creación, a través, por ejemplo, del mercado, las galerías o los museos. Descontextualizándola, pone en evidencia la realidad. Sacándolo a la calle, (re)plantea el arte comorespuesta política.
El debate sobre las relación entre el arte y la política no es nuevo. Filósofos, historiadores, teóricos de la estética y los propios artistas llevan siglos discutiendo sobre los límites entre el arte y la política: límites que protejan la libertad creadora del arte frente al espacio restrictivo de lo político; límites para que los procedimientos del arte no se vean interferidos por los de la política, para que la poética no vea disminuida, violentada por el discurso. El debate es continuo (¿el arte solo es arte y no debe mezclarse con la política?, ¿es posible que algo -el arte mismo- sea ajeno a la política?) y solo lo traigo aquí, de manera muy superficial, para sacar una conclusión positiva sobre la reacción que ha generado la acción artística de Yolanda Domínguez. (Aparte del alivio personal que supone confirmar que existen vías de protesta más allá del grito de simples, y tantas veces burdas, consignas, siguiendo de acá para allá el recorrido de una manifestación).
También porque esta acción ha coincidido con varios asuntos relacionados sobre los que merece la pena reflexionar. El patinador Javier Fernández, abanderado del equipo español de patinaje artístico en los Juegos Olímpicos de Sochi, hizo antes de irse unas declaraciones homófobas. Ante la salvaje represión rusa contra los homosexuales, Fernández aconsejó a los gais “que se cortasen”. Luego pidió un discutible perdón, alegando que fue malinterpretado (aunque no se ve la manerade interpretar la frase de otro modo: ¿qué interpretación tendría el aconsejar a los heterosexuales que se cortasen?), pero lo que importa es que sus palabras fueron políticas. Y para mal. Podría haber omitido cualquier referencia a esa situación, no responder al respecto. O, mejor, podría haber denunciado el horror homófobo ruso.
¿Por qué mejor? Porque JavierFernández estaba captando la atención pública, ya que tenía muchas posibilida de llevarse una medalla, y la posibilidad de ese podio le procuraba una tribuna desde la que defender los derechos humanos. ¿Es que un patinador artístico tiene que defender algo que no sean sus saltos y sus piruetas? No tiene la obligación, desde luego, pero el hecho de que disponga de una audiencia numerosa y admirada supone un potencial como canal emisor que conviene aprovechar para bien: a cuántos pequeños patinadores, a cuántos aficionados al patinaje artístico, a cuántas personas en general les ha llegado el mensaje de que los gais tienen que cortarse, cuando podría haberles llegado un mensaje de repulsa a la homofobia. ¿O es que no tenemos todos la obligación, moral, política, de condenar la homofobia? Javier Fernández seguiría patinando, sin más, y el espacio común, político, en el que, como todo lo demás, se inscribe el patinaje, sería un espacio más digno, más admirable, más elevado.
La salida del armario de la actriz Ellen Page, en estos mismos días, ilustra el ejemplo contrario. Ellen Page no tenía ninguna obligación de declarar al mundo que es lesbiana. Es más, tal y como está el panorama en la industria cinematográfica, no sería de extrañar que se le cerrara alguna puerta profesional. Pero no solo ha tenido la valentía de dar un paso que es posible que necesitara personalmente (el de ser una mujer libre, el de quitarse de encima el enorme e injusto peso de ocultar su orientación sexual), sino que la actriz ha hecho un gesto, político, de incalculable valor para la lucha por la liberación gay. Son valiosísimos gestos así de artistas célebres, de personas famosas, porque tienen un extraordinario predicamento y, por tanto, una tribuna de responsabilidad social que en nada tiene por qué desmerecer a su arte.
“A nadie le importa la opinión de un actor sobre política”, ha afirmado, sin embargo, Kevin Spacey. ¿Es que Spacey -que es uno de los mejores actores del cine norteamericano, que es uno de losprotagonistas de House of Cards, que es una de las mejores series de televisión recientes- es un mero instrumento de representación? No solo importa su opinión, sino que puede llegar a ser de enorme influencia en asuntos de justicia, de derechos humanos, de agitación de las conciencias. La opinión de un actor importa tanto como la de cualquier ciudadano, pero si eres un ciudadano admirado, seguido por una audiencia tan amplia, la tuya va a llegar más lejos. Y eso, como las acciones artísticas de Yolanda Domínguez, es hacer política sin necesidad de hacerla: un privilegio para todos.
El arte no tiene que estar al servicio de la política: no tiene que ser su mercenario, no debe empobrecer sus lenguajes ni sus procesos. Pero, inevitablemente, el arte es político. Como lo es el aire que respiramos. Y si el gesto de los artistas (los músicos, los actores, los escritores, los fotógrafos) puede ayudar a generar una experiencia común mejor, ¿no hay una cierta responsabilidad al respecto? Mínima, al menos: la de no ser, por indiferencia, por omisión, mercenario de lo peor.