Hubo un tiempo en que para los españoles Europa representaba la libertad, la modernidad, la solidaridad, el desarrollo. Es evidente que, de 2007 a esta parte, esa idea ha ido cambiando. Más que nada porque, de entonces aquí, de la Unión Europea no han llegado más que disgustos.
Amenazas de intervención económica global –eso que han dado en llamar rescate, como si fuera algo positivo– y, en la práctica, una intervención económica que ha consistido en forzar la aplicación de políticas de austeridad, dictadas por los intereses de los acreedores, que vienen a ser, en buena medida, esos mismos bancos alemanes que contribuyeron a inflar las burbujas inmobiliaria y financiera inyectando toneladas de dinero barato durante los años en que, según Angela Merkel, aquí vivíamos “por encima de nuestras posibilidades”.
Es difícil que los ciudadanos españoles –y de otros países del sur de Europa– vean ahora la UE como la salvación de nada. Más bien la ven como la superestructura que ha impuesto las medidas que han empobrecido a buena parte de la sociedad. Eso que los economistas del Banco Central Europeo, del Fondo Monetario Internacional y de la Comisión Europea denominan “devaluación interna” y que ha consistido en bajar los salarios de los más desfavorecidos y de las clases medias –los de los ejecutivos han seguido subiendo, un 7% en 2013–, y en recortar los servicios sociales que garantizaban la protección social en la infancia, en la enfermedad, en el paro, en la jubilación.
A la derecha española también le parece que esto de la sanidad publica universal o la revalorización de las pensiones por el IPC anual son lujos que “no nos podemos permitir”. Pero la realidad es que fueron viables cuando la renta per cápita era la mitad que ahora y que los hachazos en esos servicios esenciales han llevado, por ejemplo, a que España sea el segundo país europeo con mayor índice de pobreza infantil después de Rumania.
El dato es del informe de Cáritas Europa, que no parece una organización sospechosa de parcialidad izquierdista, que fue presentado este jueves, y que analiza precisamente el impacto de las políticas de austeridad en los países más golpeados por la crisis.
Ese estremecedor dato es del jueves, pero el miércoles se supo que Alemania pretende expulsar a los ciudadanos de la UE que no consigan un trabajo en seis meses. Parece que la medida estaría dirigida a búlgaros y rumanos, una segregación de extranjeros por nacionalidades –¿etnias?– que da mucho miedo pero que, afortunadamente, las leyes europeas y alemanas no permiten hacer. Así que va dirigida a todos los comunitarios pobres que, teniendo derecho a la libre circulación por el territorio de la Unión, podrían verse fuera de Alemania si no encuentran un empleo en un plazo corto de tiempo.
Dicen que es una concesión a la CSU bávara, el ala más derechista de la formación política de Merkel, pero hay quien lo justifica como la “reacción inevitable” de los partidos democráticos ante el empuje de partidos de ultraderecha de cara a las elecciones europeas de mayo.
No será fácil, pero la transformación de la UE en un área de insolidaridad se podría impedir si se cambia el equilibrio de fuerzas políticas, si se frena el avance de los discursos ultraliberales y xenófobos, de esos que sostienen que el peligro viene de los pobres que llegan de fuera, que el bienestar es de quien se lo puede pagar y que los pobres lo son por decisión propia o por vagancia.
Corremos el riesgo de pensar que las elecciones del 25 de mayo no tienen trascendencia, que no votar no tiene consecuencias, pero apañados estamos si la ultraderecha europea sale reforzada o si la derecha moderada cree que la manera de hacerle frente pasa por asumir sus postulados.