El fútbol como coartada

28 de noviembre de 2020 21:49 h

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No voy a hablar de Maradona, sino del fútbol como coartada para eludir valores que procuramos defender en nuestra vida. Del proceso de autojustificación de héroes sucios de la infancia en la construcción de un imaginario más emocional que no nos juzgue en el presente. Evocamos la niñez, cuando todo era más fácil y nos pelábamos las rodillas en los campos de tierra intentando levantar un Mikasa ajado lleno de barro del campo para empujarlo un par de metros hacia adelante. Las contorsiones mentales que se han visto tras el deceso de Maradona para obviar que también representa unos valores despreciables son fruto de la capacidad que tiene el fútbol para evadir nuestra responsabilidad con el presente por la hemorragia emocional que sufrimos quienes amamos el fútbol al recurrir a nuestros recuerdos.

Pero si el fútbol es precisamente algo más que un deporte es por su trascendencia humana y política, porque es como la vida, un contenedor que recoge lo peor y lo mejor del individuo. Si no separamos en ese inmenso container a los referentes por algo más que por su trato a la pelota no podemos defender que la trascendencia del deporte que amamos esté justificada. El fútbol es mucho más que el uso virtuoso de las habilidades técnicas, precisamente por eso quienes estamos comprometidos con unos valores tenemos que ser cuidadosos con el mensaje que trasladamos sobre los referentes que se elevan por encima del pasto de la cancha.

Maradona era un miembro de la clase obrera, por eso la izquierda identitaria, que solo es identitaria, lo acoge en su seno intentando sepultar sus penosos episodios de maltratos a mujeres. Un motivo más que suficiente para que la izquierda sepulte la figura del jugador argentino como referente y no lo haga trascender a icono político. Porque ese es el problema, elevarlo a ejemplo histórico, no su innegable talento ni su importancia como jugador, sino el hecho de transformarlo en un objeto de adoración política. Miembro de la clase trabajadora también era Paolo Di Canio, hijo de un albañil y de un ama de casa criado en el barrio obrero de Roma de Il Quarticiolo, pero además un fascista. Un neonazi que celebraba sus goles haciendo el saludo romano por su adoración a Mussolini ante una hinchada que sacaba pancartas en honor al Tigre de Arkan o rememorando Auschwitz por su buen hacer. Di Canio era de clase trabajadora y también un excelente jugador, mejor jugador que Cristiano Lucarelli, pero amamos a Lucarelli porque era hijo de un estibador, se crio en una familia del PCI y dijo que no a mil millones por fichar por el Livorno. El fútbol es más que el verde, por eso no quiere la gente del Rayo a Zozulya. No se quiere a un fascista, tampoco a un maltratador.

Todos los que amamos el fútbol hemos buscado justificaciones peregrinas y absurdas para vivir en paz con nuestras emociones deportivas, pero precisamente ser conscientes de esa situación y aprender de ello nos ayuda a evitar elevar a los altares a antagonistas de nuestros valores públicos, porque eso es también un acto político. Autoengañarse de manera constante es algo propio de un aficionado del Atlético que es además antifascista y de izquierdas, durante un tiempo tenía una respuesta que me hacía tolerable esa disonancia hasta que empecé a desengancharme de la pasión por el club. Porque es posible desengancharse del amor a un equipo.

Si hablamos de autojustificación, fútbol, valores y marxismo no hay nada mejor que la explicación que daba como aficionado para defender el catenaccio de Simeone en los primeros años como entrenador en el Atlético de Madrid. Quienes me conocen me censuraban que fuera aficionado del Atlético de Madrid, porque es cierto que poco puedes hacer cuando esa emoción prende de ti en la infancia, pero sí revertirlo. Su origen fascista, sus ultras neonazis y un club nada implicado con el tejido social de los barrios me separaban cada vez más del club en el presente aunque seguía latiendo el cariño por ese recuerdo impregnado. Encontré un texto que me sirvió un par de años y que vale como epitafio moral de la utilización del fútbol como justificación para obviar los valores que defendemos en pos de la emoción futbolera.

El filósofo Antonio Negri concedió una entrevista a Libération en el año 2006 en la que hablaba de fútbol. En ella intentaba explicar cómo el catenaccio –el sistema futbolístico que prima la defensa y el juego de destrucción– era una asimilación de la lucha de clases, de la defensa del débil contra el poderoso: “El catenaccio constituía el equivalente del rugby en el fútbol. Era la lucha de clases: uno es débil y tiene que defenderse […] El catenaccio nació en Venecia, una tierra que la gente, en los años 50, se veía obligada a abandonar para emigrar porque no tenían qué comer; fueron las grandes migraciones de los albañiles o de los vendedores de helados hacia Bélgica, Suiza, la línea del Rin. El catenaccio se corresponde con la naturaleza de esas regiones del norte, de emigrantes fuertes, duros, fieros porque tenían hambre”. Yo defendía al Atleti de Simeone porque era una traslación del juego obrerista. Me lo creí unos años. El fútbol como coartada.

Al acudir de nuevo a esa entrevista años después leí algo que había dejado pasar escogiendo únicamente aquello del discurso de Negri que me servía para tolerar mi amor por un club que iba contra todos los valores que tengo. Al principio, cuando le preguntan a Toni Negri por qué un hombre de izquierdas amaba un club como el Milán de Berlusconi respondió: “¡Pues es que no puedo salirme de mi pellejo! ¡Soy esclavo de mi pasión! ¡Es como cuando la mujer de uno se pone en plan puta: la amas de todos modos!”. Había estado usando un mensaje tan nefasto, machista, miserable y despreciable solo para poder autojustificar mi amor por un club que era la antítesis de todo aquello en que creía. De todo se aprende, igual que el fútbol es un deporte hermoso con historias de resistencia heroicas lo es también de comportamientos abyectos que hay que censurar y condenar. En la elección de esos referentes está la trascendencia que queramos dar a un deporte que nos ha dado vida y pasión, recuerdos y emoción, pero que también convirtió a niños en monstruos y que arruinó la vida de mujeres que tuvieron la mala suerte de cruzarse con aquel al que hicimos un héroe. Se puede disfrutar del fútbol sin adorarlo y tener grabadas las palabras en Hombre de fútbol de Arthur Hopcraft: “El fútbol puede volver a un hombre más ridículo que la bebida”.