En la misma semana en la que toda España se enamora de un niño luminoso que es un portento del fútbol pero al que su madre todavía no le deja ir descalzo por su casa, 347 niños tumban cinco gobiernos autonómicos que hasta ahora eran extrafachas y ahora ya solo son de derechas de toda la vida. Si todo es política, el fútbol también, y si todo es fútbol, la política también, y en esas estamos a mitad de un julio tórrido en todos los sentidos.
No quiero entender de fútbol a pesar de que durante muchos años hice la revista que los madridistas se ponían debajo del culo en cada partido en el Bernabéu, Grada Blanca, pero entiendo perfectamente su trascendencia social, su influencia en la infancia, especialmente y hasta ahora, la de los niños, los varones, y su potencial para ser fuente de metáforas, parábolas, afectos y desacuerdos. Escribió Manuel Jabois que el fútbol es un estado natural de la infancia, la infancia alocada, parcial y furiosa de quien patalea y llora. El lugar desde donde uno defiende su parcela de niñez.
Si el fútbol defiende y reivindica al niño que fuimos, al niño de barrio que veía con sus padres el partido en un bar o en el comedor de su casa, debe defender y reivindicar a los niños de ahora. Los nuestros y los que hacemos nuestros, los que hoy, desde Cataluña hasta Andalucía, desde Extremadura hasta Euskadi, se emocionan con el juego de un equipo que representa a España y que visten la camiseta de Lamine Yamal, ignorando, en unos momentos mágicos, lo más feo del negocio del fútbol, de la política y de la vida. Ha sido una buena semana en el barrio, a por otra.