“El Tribunal Supremo tiene que reflexionar” ha dicho Pedro Sánchez en su salomónica intervención del miércoles al mediodía. Pero, ¿quiénes van a hacerlo desde dentro? ¿Los que ahora mandan, como Carlos Lesmes que se ha apresurado a echar la culpa a otros, a los políticos, del desaguisado de las dos últimas semanas y, sobre todo, de la vergonzante decisión del miércoles? ¿A los nuevos consejeros del Poder Judicial que serán nombrados, según las nefastas usanzas de siempre, cuando los partidos se pongan de acuerdo? No cabe ser optimistas de que un cambio de verdad se produzca por ninguna de esas vías. La justicia española está en una crisis profunda y va a seguir estándolo. ¿Puede un país funcionar en esas condiciones?
Siendo grave la posibilidad, o la certeza para muchos, de que hayan sido las presiones de la banca las que han llevado a hacer el ridículo al Tribunal Supremo, no es esa la lectura más sobrecogedora de lo que ha ocurrido. Lo peor es que ha aparecido a las claras que el órgano jurisdiccional que es la clave de bóveda del sistema está en manos de incompetentes o de personas que deben demasiados favores como para interpretar las leyes según su propio criterio profesional. Y en esas condiciones ese tribunal no puede cumplir la función a la que está llamado. Que es la de terciar, como última instancia y autoridad suprema, en los conflictos jurídicos que surjan en la sociedad.
Y eso es terrible, además de inaudito. Sobre todo cuando en estos momentos, y por desidia de los políticos de la derecha, ese organismo tiene el encargo de fijar la posición del Estado nada más y nada menos que en la dramática cuestión catalana.
La credibilidad del Supremo ha saltado por los aires en estos días. Cualquier ciudadano, de izquierdas o de derechas, que opine al respecto de lo ocurrido, y son legiones los que lo están haciendo, expresa con rotundidad que nuestros jueces no son neutrales. Quien tiene un familiar, un amigo o un conocido dentro del aparato judicial, añade que no todos los magistrados con iguales, que los hay honestos y comprometidos con su función pero que su voz no se tiene en cuenta. Unos pocos dicen lo contrario: que precisamente porque les conocen saben que muchos jueces son de cuidado.
Cuando tras años de desmanes sin cuento la opinión ciudadana sobre los políticos sigue bajo mínimos, el descrédito generalizado de la justicia adquiere un grave peso adicional. Se convierte en una amenaza. Si no para nuestro presente inmediato sí mirando hacia el futuro. Porque puede llegar un momento en que de una u otra manera los españoles terminen haciéndose la pregunta de en quién se puede confiar como referente de autoridad, como guía para la vida colectiva. ¿En el rey? ¿En las fuerzas armadas? El día en que eso ocurra se abrirán los peores escenarios. Y probablemente sea demasiado tarde para buscar soluciones.
El debate judicial sobre el impuesto de las hipotecas ha dejado en un lugar muy secundario de la actualidad otra sentencia no menos importante. La dictada esta misma semana por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que considera que el juicio al que fue sometido Arnaldo Otegui y por cuya condena pasó seis años en prisión no fue justo. Porque un miembro del tribunal juzgador, una magistrada de ardientes convicciones españolistas había expresado anteriormente su animadversión hacia el dirigente independentista vasco. Y las teles emitieron una y otra vez el vídeo de sus invectivas contra Otegui. Pero no por eso los jueces de la Audiencia Nacional que podían declararla no idónea movieron un dedo. ¿Por qué era amiga suya o porque estaban de acuerdo con sus ideas?
Seis años de cárcel por intentar refundar Batasuna sobre la base de una acción política que excluía la violencia. Se dice pronto. Pero, claro, es que entonces se había declarado la guerra sin cuartel no contra ETA, que ya estaba declarada, sino contra todos los que no la criticaban abiertamente e incluso contra los nacionalistas vascos que sí lo hacían pero que compartían algo de su ideario. Y todo valía. Incluso que algunos jueces traspasaran los límites. Ahora pocos tienen en cuenta que desde la cárcel, a la que seguramente nunca tendría que haber ido a parar, Otegui contribuyó, seguramente de forma decisiva, a que ETA decidiera parar. Hasta el punto de que se le sigue negando el derecho de presentarse como candidato a las futuras elecciones vascas.
El caos del Tribunal Supremo sobre las hipotecas y la sentencia de Estrasburgo refuerzan objetivamente las posiciones del independentismo catalán en torno al juicio sobre el Procés. Se dice que el rechazo de los catalanes de todos los colores a las tremendas peticiones de la fiscalía ha crecido mucho en las últimas horas. Torras ha convertido esos antecedentes en un nuevo eje de su campaña de movilización. Y lo normal es que esas actitudes e refuercen a medida que el juicio se acerque. El riesgo de que se rompa para siempre cualquier puente entre Cataluña y España crece a medida que pasan los días.
Pedro Sánchez no está aún superado por la situación. La salida por la que ha optado en la cuestión de las hipotecas no resuelve el problema social que existe al respecto, pero tampoco cierra la puerta a que eso pueda ocurrir. Habrá que esperar a saber qué dice su anunciado decreto-ley, a comprobar cómo se comportan las demás fuerzas políticas y a cómo resiste el gobierno la previsible presión de los bancos en el caso de que ese texto abra la posibilidad de algún tipo de retroactividad.
Sobre el Tribunal Supremo Sánchez ha dicho sólo lo de la “reflexión”. No quiere propiciar ni un atisbo de problema institucional. Y se comprende. Dado su escaso peso parlamentario el gobierno tiene una reducida capacidad para influir en un cambio de calado en la estructura del poder judicial. Necesita del acuerdo de otros partidos, incluidos los de la derecha. Y eso no es fácil.
Pero está obligado a emprender esa vía. No sólo porque mucha gente, convocada por Unidos-Podemos, los sindicatos y las organizaciones de consumidores le va a exigir la calle que actúe sin remilgos. Sino también porque España necesita una justicia en la que mínimamente crean sus ciudadanos, que una a las diferentes naciones que la componen y no la separe más. Y que no merezca el reproche de los tribunales extranjeros a los que llegan nuestras cuitas.