Si fuera cierto que estaba a punto de hundirse, ahora está claro que el Gobierno se ha salvado. Su rival, el PP, está, en cambio, en graves dificultades: ha hecho el ridículo tratando de descabalgar a la ministra Ribera en Bruselas, es incapaz de tapar el desastre del gobierno Mazón en el País Valenciano y son cada vez más insistentes las voces que sugieren que hay serias divergencias internas en el partido. Pedro Sánchez parece dominar la situación mientras que Alberto Núñez Feijóo navega sin rumbo y haciendo agua.
Entre bulos cada vez menos creíbles, aunque son muchos los incautos que quieren creérselos, seguramente porque son más divertidos que la verdad, y el tono cotidianamente apocalíptico de la mayoría de los medios, que son incapaces de ganarse el pan simplemente contando lo que pasa, la política española avanza entre un numerito y otro.
Pero en las direcciones de los partidos se sabe que la realidad es muy distinta de lo que sus propagandistas quieren hacer creer a la opinión pública. Y que son los datos básicos de la situación los que deciden lo que está pasando y lo que va a pasar, cuando menos a corto y medio plazo. El más contundente de ellos es que la multiforme mayoría que desde hace un año sostiene al Gobierno no quiere que la derecha, PP y Vox, se haga con los mandos antes de que haya elecciones.
El otro, no menos decisivo, es que esa derecha no tiene fuerza parlamentaria suficiente para derribar al gobierno de coalición y que, por muchas barbaridades que cada día proclamen sus dirigentes, no la va a tener hasta que las urnas dictaminen otra cosa. La posibilidad de que algunos de los socios de la mayoría gubernamental la abandonaran para apoyar a la derecha -antes era el PNV, hasta la tarde de este jueves ha sido Junts- ha vuelto a deshacerse una vez más. Si el PP estuviera en el gobierno otro gallo podría cantar.
No parece que las acusaciones que Víctor Aldama acaba de hacer contra varios dirigentes del PSOE vayan a cambiar mucho ese esquema de partida. Tampoco la inquisición contra la esposa del presidente del Gobierno tiene visos de convertirse en una acusación sólida y viable, por mucho que el juez Peinado se empeñe en incoar diligencias cada vez más abstrusas: algún día alguien le parará los pies, si es que antes no se jubila.
Más inquietante es la causa abierta por el Tribunal Supremo contra el Fiscal General del Estado, por mucho que al común de los mortales le parezcan ridículos e insostenibles los argumentos que contra él han vertido el juez Marchena y sus adláteres. Porque los antecedentes, el que tuvo por víctima al juez Baltasar Garzón es el más terrible de todos, sugieren que en las peleas entre magistrados la crueldad y los intereses más mezquinos pueden terminar imponiéndose.
El reciente e impresentable registro exhaustivo de las oficinas del fiscal general indica que por ahí podrían ir los tiros y en el Gobierno empiezan a prepararse para lo peor. En todo caso, y aunque sea un golpe duro, Sánchez no caerá por eso. Seguir a pesar de una sentencia condenatoria contra Álvaro García Ortiz no será una salida estética, pero en esta guerra sin sentido que la derecha, política y judicial, ha declarado el Gobierno es comprensible que se utilice cualquiera de las armas que el agredido tiene a su disposición para defenderse.
Visto lo visto y a la espera de nuevos aldabonazos que sin duda se están fabricando en los laboratorios de la oposición, la única perspectiva sólida que hay en el panorama político español es que la legislatura transcurra, seguramente entre algunos sustos y probablemente con unos nuevos presupuestos dentro de algunos meses, hasta que tengan lugar unas nuevas elecciones generales. Es decir, como pronto dentro de un año o año y medio. Sólo un agravamiento dramático de la situación internacional podría alterar ese pronóstico que se basa en el hecho de que ninguno de actores principales de la escena española quiere elecciones anticipadas. Y el que menos, sobre todo ahora, el PP.
Por lo tanto, la cuestión política sobre la que hay que reflexionar, quien quiera o deba hacerlo, es la de las perspectivas electorales. Y en ese contexto el elemento que parece más decisivo, en todo caso bastante más que la relación de fuerzas entre el PP y Vox, es la situación de los partidos situados a la izquierda del PSOE. Porque, más allá del resultado que en el futuro puedan obtener los socialistas, la única fórmula posible para que la izquierda siga gobernando es que se repita, con los ajustes oportunos, el actual gobierno de coalición (un eventual pacto con Esquerra a esos fines es, en estos momentos, una ensoñación).
Y tal y como están hoy por hoy las cosas, la fuerza de los partidos situados a la izquierda del PSOE se antoja claramente insuficiente para renovar esa coalición. No sólo porque lo digan los sondeos, sino porque en el ambiente se palpa el desdibujamiento, si no el desfondamiento, de esas formaciones y particularmente de la principal de ellas, Sumar.
Izquierda Unida está donde ha estado siempre y hasta el momento no ha transmitido señal alguna de nuevas motivaciones e iniciativas que le puedan permitir dar salto alguno hacia delante. Podemos está arrumbada en una esquina de la que, sin embargo, sus dirigentes parecen querer salir.
Se dice que uno de los motivos por los que Pedro Sánchez ha querido, y sigue queriendo, prolongar al máximo la legislatura es justamente para dar tiempo a Sumar para recuperarse. Es imposible predecir si eso va a ocurrir o no. Pero es igualmente evidente que, más allá de eso, ese espacio carece de futuro alguno, para él mismo y para el conjunto de la izquierda, si no se produce un acercamiento entre las distintas fuerzas que lo componen. La unidad, aunque sólo sea a efectos electorales.