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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Galanes de chat

“Hola guapa como estas”. “Hola buenos días como estas”. “Hola vive en Barcelona?”. “Hola gracias por aceptar mi solicitud. Eres guapa”. En los últimos días, cinco desconocidos han irrumpido en mi chat con la intención de iniciar una conversación estéril. Cinco son muchos, más de lo habitual, pero dudo que sea culpa del algoritmo. Que yo sepa, el algoritmo de Facebook no hace esas cosas: no muestra fotos en las que aparezco sonriente a perfiles masculinos de todo el mundo con el fin de frenar el envejecimiento de la población. Así que debe tratarse de otro algoritmo, uno viejísimo, hecho pupila y sudor frío, el que otorga a los hombres la seguridad necesaria para tantear a una desconocida como forma de entretenimiento, y sin miedo a represalias.

¿Y el quinto? El quinto desconocido, Vicente, me abrió el chat hace unos días con la siguiente frase: “HOLA ME VES MAYOR”. Era un señor mayor. “¿Quién eres?, ¿a qué viene esta pregunta?”, respondí. “NADA ME INTERESA VUESTRA OPINION NADA MAS”. “¿La mía y la de quién más?”, inquirí, rabiosa. “LAS QUE ESTAIS EN EL GRUPO LAS GUERRERAS”. Eran las diez de la mañana y sólo había dado un sorbo al café. No quise comprobar si estoy en ese maldito grupo. Así que respiré hondo y le clavé mi respuesta más sincera: “Por la foto, se ve usted mayor”. 

No sé qué hacer con los galanes de chat. No sé si debería bloquear sus saludos de teletubbie jubilado ipso facto, o si debo preguntarles qué se les ofrece, y perder mi tiempo. Ignorarlos, para mí, no es una solución. 

Los llamo galanes de chat porque me los imagino descubriendo mi luz verde de conectada (muchacha bebiendo sola en la barra), haciendo sonar las espuelas a cada paso y dibujando su mejor sonrisa torcida (suelen escribir con faltas de ortografía). La mayoría no dominan los códigos de internet, o eso creo. No saben diferenciar los usos entre las distintas redes sociales y desde luego no son conscientes de que trabajo en esta pestaña de mi pantalla: para mí, es como si se sentaran en tanga sobre mi mesa de oficina a las diez de la mañana. Para ellos, el ciberespacio es un gran chat para ligar. Es gratis. No pierden nada. 

El galán de chat es un cowboy trasnochado en la gran ciudad, un Jon Voight en Manhattan, pero en vez de mascar chicle y pasearse con botas vaqueras frente al escaparate de Tiffany en busca de señoras pudientes, se corta las uñas de los pies en un balcón de Terrassa mientras vigila el móvil apoyado en un tiesto. O manda el mismo saludo a tres mujeres distintas desde una parada de autobús de Fuenterrabía, como quien compra un cupón. O se le acelera el corazón cuando le da a enviar su saludo bajo el porche de un bar de Medellín, ya que justo en ese momento ha empezado a sonar la canción que le recuerda a su ex. Todo esto me lo imagino cuando miro los perfiles de los hombres que me escriben desde lugares tan inconexos. Trato de unir las chinchetas con un hilo rojo pero no aparece ningún pentagrama, ningún significado oculto que explique este comportamiento taladrante e ingenuo. No existe ningún patrón. El siguiente en escribir podría ser un esquimal viudo. 

Debe de existir alguna guía para evitarlos, un cortafuegos, un manual, pero nunca me pongo a buscarlo porque me intriga más saber por qué piensan que tengo tiempo y ganas de charlar ¿Es que no saben que estamos cansadas de comentarios e interacciones no deseadas? Podría ser que no lo supieran. ¿Es que no recuerdan el tiempo es un mineral escaso que sólo gastamos con nuestro círculo íntimo de desconocidos, siempre afterwork, siempre en un estado que oscila entre la celebración de la vida y la extenuación total? Es posible que no lo recuerden, no. 

Estaba pensando en esto y me acordé de un vídeo de la feroz retratista de nuestro tiempo Rocío Quillahuaman. Se titula “Barcelona” y se sitúa en un evento cultural cualquiera de la ciudad condal. Dos desconocidas inician una conversación que deriva en un histérico monólogo productivista: “Por favor, dime que eres creativa. Si no trabajas en algo creativo cómo me vas a dar trabajo, joder. ¡¡¿No te das cuenta de que sólo te hablo para que me des trabajo?!!”. 

Quizá haya algo peor que los galanes de chat, pensé, y son esos tipos que te mandan su último poemario, su podcast, su blog, sus galeradas, su página personal. No quieren ligar contigo, sino que te hagas su fan. En este segundo grupo de invasores de chat se halla la fusión perfecta entre capitalismo y patriarcado: tíos que te interrumpen para venderse a sí mismos con el packaging de la nueva masculinidad (no pretendo ligar contigo, tranquila, follow me). 

Ayer volví a ver Cowboy de Medianoche, de John Schlesinger, y volví a llorar. Pensé que hay algo triste y tierno en un patán que se agarra como puede a un presente que no consigue descifrar. Hay algo sincero en su torpeza. En la película, Jon Voight es un tejano que intenta hacerse gigoló, y para ello trata de seducir sin éxito a muchas neoyorquinas ricas. En un acto de desesperación se abalanza sobre una de ellas y lo echan a patadas de un edificio. Mientras me secaba las lágrimas, me di a mí misma una cachetada un poco absurda para despertar. ¿Por qué debería tener paciencia —más— y sentir compasión por estos señores tan pesados? 

Hace menos de un año, la periodista Jia Tolentino publicó en The New Yorker un ensayo sobre los incel (célibes involuntarios), un movimiento violento de hombres heterosexuales que defienden su derecho a tener sexo con mujeres jóvenes y bellas. Al final de su texto, Tolentino explica que llegó a encontrar “trazas de humanidad” en foros llenos de comentarios aberrantes y misóginos, en medio de fantasías de asesinato y violación. “A pesar de todo”, escribió, “las mujeres estamos más dispuestas a buscar humanidad en los incels que ellos en nosotras”. 

Sigo trabajando.

Vicente te está saludando.

Magid te está saludando.

Juan Miguel te está saludando.