El gallego, en la intimidad

26 de septiembre de 2023 22:35 h

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“Al Congreso viene uno a entenderse, no a traducirse”, dijo este martes Alberto Núñez Feijóo en su investidura dirigiéndose a Santiago Abascal y encontrando su complicidad. Según recordó en la tribuna el líder del PP, la abuela de Abascal era gallega “y le habló en esa lengua”, y eso de alguna manera es argumento para que no puedan acusarte de no tener aprecio al gallego. Pero una cosa es querer a las lenguas y otra es el desmadre. Al Congreso viene uno hablado de casa, podría haber añadido el candidato Feijóo, se viene desfogado de lenguas vernáculas. 

Ciertamente, la idea del entendimiento es pragmática, economicista, supone un ahorro de energía y escucha, pero es reduccionista y revela cierto complejo, impropio de alguien que fue presidente de la Xunta de Galicia durante trece años al frente de un partido que se definía como galleguista desde tiempos de Manuel Fraga. Subyace en el argumento de Feijóo que las lenguas cooficiales, sí, pero en casa, en la intimidad, con cariño, con la abuela, en espacios apropiados para ellas. Y ese espacio, al parecer, no es el Congreso de los Diputados. Todo por las lenguas, pero sin sacarlas de paseo.

Todavía prevalece la idea, también en la izquierda más centralista, de que España debe integrar, desde su superioridad, al resto de territorios y sus diversidades, dejarles hablar, cuando es justamente esa diversidad, que no necesita que se la atienda o se la cuide con paternalismos, la que define España. La mal llamada periferia, que es la centralidad de los 40 millones de españoles que viven en ella, no es más ni menos que las piezas del puzle de este país. La mal llamada “otra España” no existe y “la España de las autonomías” es una reiteración innecesaria, porque no hay otra España que la que está conformada por 17 autonomías. 

El PSOE ha tenido que verse en situación de necesidad aritmética para consentir por escrito que se hablen las lenguas cooficiales en el Parlamento. Una anomalía que han justificado durante años los presidentes y presidentas del Congreso para, supuestamente, asegurar a los miembros de la Cámara el derecho a entenderse, obviando que cuando dos quieren, se entienden. Y cuando uno quiere que dos se entiendan, en lugar de prohibir el uso de más lenguas, pone una simple traducción simultánea. Que le pregunten a los europarlamentarios españoles, también del PP, que suelen hablar en castellano, que es la lengua en la que se sienten cómodos y en la que apelan a los ciudadanos de su país, en lugar de utilizar el inglés, que muchos de ellos también podrían utilizar. 

Quizás no habría que explicarlo, pero hay personas en este país que, cuando nacieron, la primera palabra que escucharon fue en catalán, en gallego, en euskera. No es algo de izquierdas ni de derechas. Es un hecho geográfico y cultural.

Como hemos visto, el peligro de que el Congreso se convirtiera en el lejano oeste, donde cada uno habla lo que quiere y pone la bandera sin normas ni leyes, ese caos de palabras que no encuentran destinatario, esos mensajes incomprensibles estrellados en las columnas del hemiciclo, se ha reducido a algún discurso íntegro en catalán, como el de Rufián, un par de frases en la mayoría de casos, y la innovación de dar en cuatro idiomas los buenos días, como hizo Francina Armengol al abrir la primera jornada de la investidura este martes. 

Cuando Feijóo vino a Madrid a cerrar la crisis fratricida entre Casado y Ayuso, se le presentó como el líder que entendía la diversidad, la pluralidad y las autonomías. Y seguro que es así, o al menos mucho más que sus antecesores, pero quizás Madrid, el ala dura de su partido o una parte del sistema mediático madrileño le marca un camino centrípeto. La Comunidad Valenciana, donde gobierna el PP con el apoyo de Vox, acaba de quitar la obligatoriedad de estudiar un mínimo del 25% de asignaturas en valenciano en las zonas de tradición castellana, arramblando a esos niños la oportunidad de saber otra lengua o presentarse en igualdad de condiciones a puestos de trabajo que exijan saber la lengua cooficial. En Baleares, se debate si se multa “la imposición del catalán” como quiere Vox. 

España habla más de una lengua, vive más allá de la M-30, tiene costumbres diversas e ideas variadas. Al margen de lo que vote. Reducir su representatividad o recortar su presencia en el espacio público común no es un ahorro, sino una pérdida. Como lo sería plantar siempre y en todos los sitios la misma especie de árbol, con el argumento de que, al fin y al cabo, para qué sirve un árbol si no es para hacer la fotosíntesis y darnos una sombra bajo la que conversar.