Hace algo más de 90 años, Federico García Lorca –ese poeta inmenso del que Vox pretende impúdicamente apropiarse- hizo en su poema ‘New York’ uno de los alegatos más estremecedores contra el sacrificio industrializado de animales. Tras un viaje a la ciudad estadounidense, escribió: “Todos los días se matan en New York / cuatro millones de patos, / cinco millones de cerdos, / dos mil palomas para el gusto de los agonizantes, / un millón de vacas, / un millón de corderos / y dos millones de gallos, / que dejan los cielos hechos añicos”. La insensibilidad capitalista ante el “terrible alarido de las vacas estrujadas” contrastaba, según el poeta granadino, con la actitud de San Ignacio de Loyola, que “asesinó un pequeño conejo / y todavía sus labios gimen / por las torres de las iglesias”.
Un poema así era impensable en la España de aquella época, donde los mataderos carecían de la sofisticación mecánica de los estadounidenses, los animales se criaban en el campo y faltaba aún mucho tiempo para que irrumpiera el negocio de las granjas industriales. La realidad de hoy es bien distinta. España se ha convertido en una potencia en producción cárnica. Para hacernos una idea: en los últimos 60 años, la producción de carne en nuestro país aumentó un 965%, frente a una media del 147% en Europa. En la última década, las cabezas de porcino se han multiplicado por 13 hasta llegar a los casi 33 millones, el 66% de la cabaña ganadera total. En 2020 se sacrificaron en España 910 millones de animales –el 88% aves-, o lo que es lo mismo, casi 2,5 millones al día. No es difícil imaginar qué pensaría García Lorca ante semejante panorama. Más aún si se tiene en cuenta que la mayor parte de la actividad ganadera española es intensiva, esto es, se desarrolla en instalaciones industriales donde los animales tienen seriamente restringidos sus movimientos y son sometidos a procesos rápidos de engorde con alimentos artificiales con el fin de aumentar la productividad.
Los defensores de las ‘megagranjas’ sostienen que, gracias a este modelo, es posible abastecer de carne a una población mundial que se ha casi duplicado en cuatro décadas y hacerlo a unos precios mucho más asequibles que los que permitiría la ganadería extensiva. También alegan que, en las instalaciones modernas, los animales son objeto de mayores controles higiénicos. Sin embargo, existen argumentos mucho más poderosos para oponerse a ellas. Desde el punto de vista ambiental, hay más emisión de gas metano por la creciente cabaña de ganado y una mayor contaminación de las fuentes acuíferas por los productos químicos utilizados para el alimento de los animales. En el plano ético, resulta insoportable el tratamiento cruel a otros seres vivos, a los que la propia legislación española considera desde diciembre pasado sintientes. Y en materia de salud, nadie parece dudar de que la carne producida en las cadenas industriales tiene peor calidad que la generada por la ganadería extensiva. En un artículo publicado en The Guardian con el contundente título ‘La granja industrial es uno de los peores crímenes de la historia’, Yuval Noah Harari afirmaba que “el destino de los animales criados industrialmente es una de las cuestiones éticas más apremiantes de nuestro tiempo. Decenas de miles de millones de seres sintientes, cada uno con sensaciones y emociones complejas, vive y muere en una cadena de producción”.
Esta semana se ha desatado una tempestad política y mediática por una entrevista concedida por el ministro de Consumo, Alberto Garzón, al diario británico, en la que habló de estas realidades. Dijo que la ganadería industrial produce carne de peor calidad que la extensiva, que en las megagranjas hay maltrato animal (quien quiera abundar en este tema, le recomiendo ‘Comiendo animales’ de Jonathan Safran) y que ese modelo de producción tiene consecuencias negativas para el medio ambiente. Como ha hecho en otras ocasiones, Garzón elogió la ganadería extensiva y se mostró partidario de una reducción general del consumo de carne por razones de salud y ecológicas. ¡La que se lió! La derecha en pleno salió en tromba contra el ministro, empezando por la carnívora Vox, formación a la que importa un bledo el problema del cambio climático y único partido que votó contra el reconocimiento de los animales como seres sintientes. Qué más se podía esperar de ellos. También arremetieron contra Garzón presidentes de comunidades con fuerte presencia agrícola, incluidos varios del PSOE. Fue tal el revuelo que la portavoz del Gobierno, Isabel Rodríguez, salió al paso alegando que lo del ministro era una “opinión personal”, a lo que este replicó que había hablado como miembro del Gobierno.
Garzón dijo verdades de puño. Incontrovertibles. Avaladas por buena parte de la comunidad científica internacional. Me refiero a las declaraciones que él subió en Twitter para supuestamente probar que las habían sacado de contexto, no a las tergiversaciones y bulos con las que lo ha atacado sin tregua la caverna política y mediática. Por supuesto que hay que apostar por la ganadería extensiva, o al menos por una transformación radical del actual modelo de producción cárnica, en España y la UE. Por supuesto que hay que poner fin a tanta crueldad hacia los animales. Por supuesto que hay que evitar con urgencia más daños al ya muy deteriorado medio ambiente. Su error, como ministro, fue haber puesto públicamente en entredicho, en un momento de la entrevista, la calidad del producto de una parte del empresariado ganadero español, por muchos reproches que este nos merezca. Con más tacto, y con políticas de reconversión agraria, se puede perseguir el mismo objetivo: que las cosas cambien. Y Garzón no se equivoca en lo fundamental: las cosas deben, en efecto, cambiar.