Por fin. DespueÌs de la votacioÌn, de la validacioÌn de la ley por parte del Constitucional y de la publicacioÌn del decreto de entrada en vigor en el BoletiÌn Oficial, por fin voy a poder casar a mis personajes, a semejanza de los dos guapos joÌvenes que han contraiÌdo matrimonio esta semana en Montpellier ante maÌs de ciento cuarenta periodistas (incluidos periodistas de Al Yazira). ¡Y de maÌs de doscientos policiÌas!
Cuando en 2008 comenceÌ a escribir Bajo el hielo, decidiÌ que mi personaje femenino no seriÌa un simple complemento de su colega masculino. Antes al contrario, la gendarme IreÌne Ziegler, lesbiana, motera, tenaz, fracotiradora, vestida de cuero de la cabeza a los pies, curtida tanto en el manejo de armas como en el pilotaje de helicoÌpteros, conviviendo en pareja con la gerente de un club de strip-tease, no era tan solo un personaje subido de tono, sino tambieÌn un siÌmbolo. Yo creiÌa que encarnaba la Francia del presente, una Francia que ya no teniÌa nada que ver con la de 1975, cuando Simone Weil recibiÌa torrentes de odio y calumnias por haber despenalizado el aborto.
Como para confirmar esta intuicioÌn, poco tiempo despueÌs supe por boca de agentes de carne y hueso de la policiÌa que en el seno de la policiÌa francesa existiÌa ni maÌs ni menos que una asociacioÌn de gays y lesbianas, la FLAG! Y me alegreÌ mucho. Era una prueba maÌs de que, incluso en el seno de sus bastiones maÌs conservadores, mi paiÌs habiÌa cambiado.
¡Ay! Hoy el matrimonio entre mi gendarme y su companÌera eslovaca es posible al fin, pero el campo de batalla estaÌ sembrado de cadaÌveres, entre ellos el de mis ilusiones.
Lo que debiera haber sido una simple formalidad se ha transformado en una confrontacioÌn entre dos Francias irreconciliables, y ha puesto de manifiesto la existencia de corrientes resurgentes de pensamiento –en el sentido, a la vez, geograÌfico: “lo que despueÌs de un largo trayecto subterraÌneo aparece de nuevo en la superficie”, y etimoloÌgico, de resurgere: “alzarse, recobrar la fuerza, el poderiÌo”–, como si alguien hubiese levantado la puerta que cerraba el soÌtano largo tiempo olvidado de nuestra casa comuÌn, dejando escapar al aire libre unos miasmas emponzonÌados: agresiones homoÌfobas (tan poco frecuentes como violentas), manifestaciones en las que se mezclan catoÌlicos, nacionalistas, tradicionalistas, familias, ninÌos y estudiantes; internet, transformado en vaÌlvula de escape antigay; un ideoÌlogo de extrema derecha que se pega un tiro delante de 1.500 fieles dentro mismo de Notre-Dame para, seguÌn eÌl, “sacudir las somnolencias” (gesto saludado por Marine Le Pen), etc.
Peor auÌn. En la actualidad, el 55% de los franceses estaÌ en contra del matrimonio gay, lo cual hizo decir a un representante de la Union pour un Mouvement Populaire (UMP) con aspiraciones al Gobierno: “Ustedes son la mayoriÌa del paiÌs legal, pero existe otra mayoriÌa: la del paiÌs real”. ExtranÌas nociones estas de “paiÌs legal” y “paiÌs real”, retomadas recientemente por numerosos representantes de la derecha, y sobre las que debemos detenernos un instante. Estas nociones renuevan a su modo la vieja oposicioÌn filosoÌfica entre “legalidad” y “legitimidad”.
Es legal aquello que es conforme a la ley de un paiÌs; es legiÌtimo lo que es conforme al derecho positivo, es decir, a la moral, al derecho natural, a la ley divina. Queda por saber si esta nocioÌn de derecho natural, que supuestamente estaÌ por encima de las leyes escritas de los hombres, no estaÌ tambieÌn ligada a una historia y si, como consecuencia, no debiera analizarse maÌs detenidamente. Asimismo, al hablar de “paiÌs real”, los detractores del matrimonio gay esgrimen que la mayoriÌa del paiÌs estaÌ con ellos y, por lo tanto, la legitimidad tambieÌn –si no la legalidad.
Pero ¿de queÌ legitimidad hablan? Todo el mundo sabe que los sondeos son tan volaÌtiles como las canciones que escuchamos por la radio lo que dura un verano. Del mismo modo, la opinioÌn puÌblica es veleidosa, secunda las ideas de uno para encapricharse a continuacioÌn de las del contrario, cede a la seduccioÌn de un vendedor de remedios milagrosos (en estos tiempos algunos de nuestros poliÌticos tienen verdaderamente toda la pinta de vendedores de coches), para acto seguido descubrir la vacuidad de su pensamiento poliÌtico y la imposibilidad de su programa.
¿CuaÌndo se ha visto que un presidente o un jefe de Gobierno en peligro de naufragio en mitad de su mandato haya sido resucitado milagrosamente la viÌspera de las elecciones? ¿Que un sondeo confiera legitimidad? ¿En serio? ¿Pues queÌ clase de democracia seriÌa esa? ¿La de una forma de anarquiÌa, en la que la autoridad no vendriÌa conferida por las urnas sino por los sondeos –de la noche a la manÌana–, por los medios de comunicacioÌn y por las manifestaciones populares? ¿Una democracia tipo telerrealidad en la que la opinioÌn puÌblica decidiriÌa quieÌn se queda y quieÌn se va? ¿De verdad es de eso de lo que habla la derecha? (Y al menos una parte de la izquierda, como Jean-Luc MeÌlenchon, por ejemplo, el muy impaciente jefe del Partido de Izquierda, quien apenas un anÌo despueÌs de las elecciones y en relacioÌn con otros temas totalmente diferentes ya pone en entredicho la legitimidad de este Gobierno aduciendo que no cumple sus promesas, e invita maÌs o menos abiertamente a derrocarlo y a fundar la VI RepuÌblica).
La poliÌtica, como la escritura de novelas, es el arte de poner la mentira al servicio de una causa. En el caso de la segunda, la causa de la verdad (o maÌs bien de las verdades, pues sabemos desde el Quijote que la verdad es muÌltiple), y en el caso de la primera, el bien puÌblico. Que los novelistas mienten, inventan, remedan, es algo de lo que nadie duda. Es su oficio. Que los poliÌticos mienten, o que al menos hacen apanÌos con la verdad, tampoco es algo que nadie dude, ni es ninguna novedad. En cierta medida, mientras no vaya muy lejos la cosa, nos hacemos a ello. Pero que mientan ahora sobre el principio mismo sobre el que se asienta la democracia, la legitimidad que confieren las urnas, me parece mucho maÌs inquietante para el futuro que nos aguarda.
Por otro lado, no voy a entrar en el debate nauseabundo que consiste en comparar los beneficios respectivos para los hijos de la familia considerada claÌsica y para los de la familia homoparental, un debate que en EspanÌa debe de parecer del todo surrealista. ¿Pues no hay entre estas familias claÌsicas innumerables familias monoparentales, familias recompuestas, suegros, suegras...? AdemaÌs, ¿cuaÌntas parejas se despellejan ante la mirada de los hijos o los hacen rehenes de sus discrepancias?, ¿cuaÌntos padres y madres neuroÌticos hay, cuaÌnto maltrato, cuaÌntos hogares en los que el desempleo y los haÌndicaps socio-culturales favorecen el absentismo y el fracaso escolares? (En pocas palabras: familias claÌsicas toÌxicas para sus retonÌos. Relean a Flaubert, relean a Dickens, relean a Dostoievski...).
Puedo comprender la angustia de algunas personas ante los cambios de paradigma, de episteme, por emplear el teÌrmino de Michel Foucault –filoÌsofo y homosexual cuya palabra tanto se echa en falta en los tiempos que corren– que vivimos, de los que el matrimonio homosexual no es sino un epifenoÌmeno. Pero yo creo que se equivocan de combate.
Como ha senÌalado Milan Kundera, “un novelista no es portavoz de nadie”. Pero me encuentro en EspanÌa y veo la estupefaccioÌn, la incomprensioÌn de este pueblo muy catoÌlico en el pasado y ahora rabiosamente moderno (al menos en su mayoriÌa), ante lo que se estaÌ urdiendo en Francia. Desde mi pequenÌa atalaya, antes de embarcar en el avioÌn, observo mi paiÌs con la misma perplejidad que mis amigos espanÌoles, que como todos sabemos tienen otras preocupaciones. Y veo un paiÌs dividido, hecho pedazos, sin bruÌjula, incapaz de reformarse, de acometer cambios profundos, de hacer frente al futuro. Un paiÌs aterrado, paralizado por sus conservadurismos (tanto de derechas como de izquierdas), por sus miedos, por sus viejas maniÌas. Ofreciendo al mundo y a siÌ mismo una imagen abrumadora, desesperante. ¿Es que se ha vuelto loco?