Lo que el Gobierno tiene que grabarse a fuego
La pandemia fue un shock para el conjunto de la sociedad, pero también una oportunidad para que ciertos empresarios se enriquecieran de manera notable. Alberto González Amador fue uno de ellos, pues sus negocios en la sanidad privada se multiplicaron hasta alcanzar un volumen de beneficios de 3,6 millones de euros en solo dos años, 2020 y 2021. No obstante, y quizás porque no le parecía suficiente, González Amador también desplegó una trama de facturas falsas que le permitió evadir varios centenares de miles de euros en impuestos, razón por la que está siendo investigado desde primavera.
Sabemos que, en el curso de la investigación, y mediante un correo electrónico enviado por su abogado, González Amador reconoció los hechos ante la Fiscalía. Fueron días de confusión, ya que la pareja del investigado –Díaz Ayuso, la presidenta de la Comunidad de Madrid–, negó que existiera fraude alguno. Para Ayuso todo se trataba de lo de siempre, es decir, de una conspiración del gobierno socialcomunista contra su novio y –sugirió también– contra empresarios de buen hacer. En aquel momento, además, el jefe de gabinete de la propia Ayuso se estaba dedicando a amenazar a los periodistas de elDiario.es por sus investigaciones sobre este caso. “Os vamos a triturar, vais a tener que cerrar”, les decía. Los nervios en el entorno de la presidenta madrileña apuntaban a que las cosas no pintaban bien para el Partido Popular de Madrid.
O eso creíamos. Porque han pasado ya unos cuantos meses y ahora la agenda mediática de este caso está centrada en el Gobierno nacional y, en particular, en el PSOE. Un lío sobre las filtraciones del correo electrónico en el que el denunciado confesaba sus delitos ha sido aprovechado por la derecha para meter en un buen embrollo judicial y político al fiscal general, que fue elegido por el Gobierno de España. Un giro de los acontecimientos muy peculiar y, en todo caso, ciertamente extraño: ¿qué es más relevante socialmente, la confesión del crimen o la filtración de dicha confesión?
El caso de la filtración del correo electrónico implica a tantos y tan diversos actores, y es al mismo tiempo tan enrevesado, que no creo que la mayoría de la población logre aclararse en el goteo incesante de novedades. Pero si la política se construye mediante narrativas, lo cierto es que el caso de fraude fiscal del novio de Ayuso se ha convertido, a efectos del imaginario público, en un aparente caso de corrupción del Gobierno de Pedro Sánchez. Esta es, obviamente, la intención de las derechas, las cuales aprovechan para disparar con verborrea exaltada, tal como ha hecho el secretario general del PP de Madrid al decir que “cada día es evidente que el Partido Socialista y el Gobierno funcionan como una auténtica mafia”.
Mi sensación es que no todos los compartimentos del Gobierno están entendiendo bien lo que está pasando aquí. La cuestión de la filtración es una escaramuza más, como lo son tantos otros procesos que las derechas intentan convertir en campo de batalla contra el Gobierno. Tampoco importa que sea una pandemia mundial o una catástrofe como la DANA, pues absolutamente todo es susceptible de convertirse en una oportunidad para derribar la alianza encabezada por Pedro Sánchez y Yolanda Díaz. Están como el que pesca con dinamita: no importa otra cosa que la presa a capturar.
Ya he explicado en otras ocasiones que hablo de las derechas porque no creo que estemos ante una estrategia partidista, aunque el PP sea la evidente punta de lanza, sino ante una estrategia ideológica que comparten todos los sectores reaccionarios del país. No quiero sonar repetitivo, pero conviene insistir en que desde hace seis años las derechas han estado instalando en la sociedad conservadora la idea de que España está gobernada por traidores a la nación –de los que, claro, es necesario desprenderse–. Este pensamiento está arraigado con fortaleza en ciertas instituciones del Estado, donde de hecho es un sentir claramente mayoritario. Esta es, desde hace tiempo, mi tesis: una parte del Estado está operando descaradamente y fuera de sus funciones contra el Gobierno. Por motivos ideológicos.
El Estado, nos recordaron con acierto en los años setenta Althusser y Poulantzas, no es un instrumento neutral para la política sino la condensación de la correlación de fuerzas sociales en un determinado momento. El Estado no es sólo el Gobierno, sino también el Poder Judicial, las fuerzas y cuerpos de seguridad, los altos funcionarios e, incluso, las grandes corporaciones mediáticas que tanta fuerza tienen a la hora de determinar sobre qué debemos discutir. Casi todos esos espacios están copados por elementos reaccionarios, a excepción destacadamente del Gobierno nacional –el único, por cierto, que expresa directamente la soberanía popular–. Este Gobierno, en concreto, y me refiero al que va desde 2018 a la actualidad, está asediado por un entramado que opera continuamente para hacerlo caer. Y no hablo aquí de conspiración, aunque sin duda las relaciones muchas veces son muy estrechas, sino que su vehículo de cohesión principal es básicamente ideológico: aquella narrativa de la anti-España que tanto éxito ha tenido desde su consolidada formulación por Menéndez-Pelayo.
Lo digo de otra forma. Lo que une a un juez como Eloy Velasco, quien hace unos días cuestionó la legitimidad del Gobierno al tiempo que mostraba su clasismo atacando a Irene Montero por haber trabajado de cajera en un supermercado, y a cualquier otro alto funcionario reaccionario, no es necesariamente una estrategia comercial o partidista sino un objetivo ideológico: la creencia de que está en peligro una visión esencialista y reaccionaria de España. Pedro Sánchez se ha convertido en el objetivo principal de los ataques, caricaturizado e incluso criminalizado, pero sólo porque es la encarnación de esa visión de la anti-España que representan mejor, no obstante, los independentistas, los de Podemos, y los rojos en general.
Sé muy bien que los que mejor han entendido esta cuestión son Pablo Iglesias, Irene Montero, el propio Pedro Sánchez y el movimiento independentista, heterogéneos todos ellos, pero siempre preferentes destinatarios de los ataques de los sectores reaccionarios. De hecho, cierta vez Pablo Iglesias profetizó que todos los ministros acabaríamos con varias querellas, algunas de las cuales podrían prosperar. Lo cierto es que yo, que no estoy en lo alto del ranking, llevo cuatro o cinco a mis espaldas, todas desestimadas. Pero la potencia de fuego de las derechas sólo ha ido creciendo desde entonces y ahora, en otoño de 2024, hasta ser meteorólogo de la AEMET implica ser un potencial enemigo de España y, en consecuencia, que pese sobre ti la amenaza de tener que pisar un juzgado como acusado.
En estas condiciones, restaurar cierta normalidad institucional pasa necesariamente por restar poder a las derechas en todas las instituciones del Estado. Ha costado más de cinco años renovar algo como el Consejo General del Poder Judicial, lo que es una obvia demostración del especial cariño que tienen las derechas al control de las instituciones. Sin embargo, aquella anómala interinidad fue interpretada por los medios y actores conservadores no como un escándalo, sino como pura normalidad. Deberíamos haber aprendido de aquella lección, extrayendo al menos la conclusión de que el Gobierno no puede permitirse tardar cinco años en resolver cada desequilibrio existente dentro del Estado. A ese ritmo, tarde o temprano te terminarán comiendo.
Si tenemos en cuenta este otro marco que estoy describiendo, creo que estaremos en mejores condiciones para entender el porqué y cómo se producen estos sorprendentes acontecimientos por los cuales todo lo que pasa por un juzgado –incluso la denuncia por fraude fiscal del novio de Ayuso– acaba convirtiéndose, como por arte de magia, en un ataque contra el Gobierno. Pero no hay magia, sólo es política.
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