El Gobierno, prisionero del oportunismo

Rosa Paz

Aunque el oportunismo en política maniata para el futuro a quienes lo practican, todos los partidos tienen tendencia a caer en ese vicio, que es de ejecución sencilla y da réditos de popularidad inmediatos aunque con el tiempo se acabe volviendo en su contra. Lo practican todos, pero no en la misma dosis. Aquí, en ese mal hábito, el campeón es el PP, que ha dado muestras evidentes a lo largo de los años de su convencimiento de que en el ejercicio de la oposición todo vale con tal de hacer caer a quien esté en el Gobierno. Hasta el momento, cuando eso ha ocurrido, los socialistas.

Así, nada detuvo a los dirigentes populares a la hora de sacar a la calle a buena parte de sus seguidores para cuestionar la legitimidad del triunfo electoral del PSOE en 2004, aunque una vez llegaron al poder en 2011 se confirmó que la teoría conspiranóica no era más que una irresponsable estrategia electoralista y la dejaron diluir poco a poco hasta que nadie se acordaba de ella. Nada les detuvo tampoco para alentar movilizaciones contra numerosas medidas del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Contra el proceso de paz, que pese a quedar dinamitado con la bomba de la T-4 de Barajas desembocó en el fin del terrorismo de ETA. Contra la reforma del Estatut de Catalunya, cuyo recurso -el del PP-ante el Tribunal Constitucional está en el origen del malestar soberanista. Contra la ley del aborto, una norma que en otros países europeos aprobaron hace décadas gobiernos de derechas.

La actitud del Gobierno de Mariano Rajoy en estos tres asuntos es la que tiene irritada al sector más duro de su electorado y desconcertados a otros tantos que aprecian diferencias entre lo que decían los dirigentes del PP cuando gobernaba el PSOE y lo que hacen ahora desde el poder. Pero ese es su problema. Lo grave es que ese discurso integrista de entonces es el que paraliza al Ejecutivo a la hora de adoptar las medidas necesarias para resolver algunos de los problemas más graves de España. Es ese discurso radical y oportunista, que solo buscaba el rédito electoral rápido, el que ahora le frena para, por ejemplo, modificar la política penitenciaria y avanzar hacia el fin definitivo de ETA o el que le inmoviliza para plantear soluciones, como la reforma de la Constitución, que contribuyan, al menos, a enfriar el polvorín catalán.

Esta semana se ha visto la ruptura de esa forma de actuación al decidir Rajoy, en un gesto de inédito arrojo, la retirada de la reforma de la ley del aborto, asunto en el que parece que el PP se creyó sus propias mentiras y se ha dado cuenta, por el amplísimo rechazo que ha concitado, de que también la mayoría de su electorado, e incluso de sus bases y dirigentes, asume con normalidad la ley de plazos. No le ha importado girar como una peonza sobre sus supuestos principios, ni enfurecer a su ala más radical, a la que tanto ha mimado durante años, a cambio de no perder el apoyo de ese 75% de su electorado, que según las encuestas de Pedro Arriola, rechazaba la reforma.

No se espera, sin embargo, esa valentía ante el problema catalán. Porque las respuestas necesarias resultarían igual de rupturistas que en el caso del aborto, pero más difíciles de entender para sus votantes si no media -y no está mediando- una labor de pedagogía que modere los brotes de anticatalanismo que el PP sembró durante la tramitación del Estatut. Queda, con todo, la duda de saber si lo que maniata a Rajoy es la dedicación y el riesgo que entraña una reforma de la Constitución, sobre todo si no se consiguen los consensos suficientes, o si los estrategas populares siguen pensando que el anticatalanismo aún les da votos en el resto de España.