La realidad de un país a veces resulta tan dura que, hasta la coronación de alguien tan poco empático y atractivo como Carlos III, sirve de excusa para evadirse aunque sólo sea un fin de semana. Basta con pensar que el verdadero es el personaje de The Crown y el falso ese que se corona en la abadía de Westminster para engancharse al evento.
Es el caso del Reino Unido. El desastre moral, político, económico y social que ha supuesto el Brexit para su gobierno, sus instituciones, su economía o para un partido conservador que camina peligrosamente por el filo de la disolución, se percibe y confirma cada día de tal magnitud que la pompa y la circunstancia que rodea a una institución tan teatral como la monarquía, las vicisitudes de una familia tan disfuncional como los Windsor, la redención de Camila y los episodios de la peor y más viejuna temporada imaginable de Friends protagonizados por Megan y Harry, se antojan un alivio tan necesario como reparador al final de un día y una década que se les están haciendo demasiado largas a los súbditos de su gloriosa majestad.
España, en cambio, ofrece un ejemplo de todo lo contrario. La realidad resulta tan normal que, en lugar de aprovechar las fiestas y jolgorios para evadirnos de ella, las empleamos para convertirla en un melodrama cuanto más excesivo, mejor.
La banca gana cinco veces más de lo que ha pagado por ese impuesto que iba a ser la ruina de nuestros sufridos financieros, ya extenuados de tanto vivir en ese infierno fiscal llamado España. Se baten cifras de creación de empleo y de reducción de la precariedad aunque, como bien advierten los gurús del extremo centro en sus redes sociales, todo sea maquillaje de unas cifras que, antes o después, se derrumbarán dejando ver la cruda verdad de paro, hambre y totalitarismo que asola al país en la clandestinidad. Hasta los empresarios acuerdan subir los salarios un 10% en tres años ante la evidencia de la realidad; después de advertirnos de la llegada del fin del mundo y una maldición inflacionista sin descanso o remisión posibles si se subían los jornales.
Tanta realidad en positivo se devalúa, degrada y desaparece ante la gravedad de un conflicto al pie de la tribuna de autoridades en una fiesta regional, que podrían haber resuelto en un pispás un par de ministros menos timoratos y una pareja de la Guardia Civil. Ver a la derecha jalear cómo se manosea a un ministro del gobierno de España te dice la gravedad del deterioro cognitivo que nos aqueja. Contemplar a una parte de la izquierda plegarse ante los alborotadores constata, una vez más, la facilidad con que compran un relato donde el gobierno de lo real carece de importancia y aquello que verdaderamente cuenta es la gestión de la ficción.
Los británicos tienen las coronaciones para evadirse de una realidad insoportable y los españoles disfrutan del 12 de octubre y la fiesta de la Comunidad de Madrid para complicarse y agriar una realidad insoportablemente normal. Imaginen las maravillas que podría hacer la jefa de protocolo de la Comunidad de Madrid si gestionase, no un festejo local, sino una coronación global donde placar ante el mundo a todo cuanto heredero al trono, noble, top model o estrella del pop que no figure entre los suyos.