“¡Esto no se veía desde hace 50 años!”. El brutal ataque de Hamás ha traído a la memoria de analistas internacionales y muchos ciudadanos israelíes la Guerra de Yom Kippur, que comenzó el 6 de octubre de 1973 con una sorpresiva incursión en Israel de los ejércitos de Egipto y Siria. Al igual que hace medio siglo, en la actual ofensiva desde la franja de Gaza fallaron gravemente las alertas de los servicios de seguridad israelíes y el país quedó en estado de shock al enfrentarse al espejo de su vulnerabilidad pese a tener uno de los sistemas de defensa más sofisticados del mundo.
La Guerra de Yom Kippur causó un cataclismo político en su momento. Pese a que Israel ganó finalmente la contienda, el alto coste pagado –casi 3.000 soldados muertos– llevó a la dimisión del comandante general de las Fuerzas de Defensa, David Elazar. La rabia ciudadana se cebó también en el Gobierno de Golda Meir, que poco después, aunque ganó las elecciones de diciembre de 1973, presentó su dimisión. Comenzó la cuesta abajo del hasta entonces omnipotente Partido Laborista, que desembocó en un vuelco del país a la derecha con la victoria electoral de Menajem Begin en 1977. Nada volvió a ser como antes en Israel.
Como nada volverá a ser lo mismo después de ataque de este sábado. Aunque en este momento la atención del país está centrada en las víctimas –al menos 250 muertos, casi 2.000 heridos y decenas de secuestrados–, cabe presumir que acabarán rodando cabezas en los servicios de seguridad y defensa. Lo que está por ver es si la crisis afectaría también al gobierno de Netanyahu o si, por el contrario, este encontraría la forma de salir reforzado en el clima de zozobra. Hay que tener en cuenta que el ataque de Hamás se ha producido –y seguramente no ha sido una coincidencia– justo en un momento de fuerte descontento en parte de Ejército, sobre todo entre los reservistas, contra el Gobierno por sus movimientos para acabar con la independencia del poder judicial, que ven como un paso peligroso hacia la consolidación de un régimen autocrático.
Una de las preguntas que se hacen con más insistencia los expertos es qué ha pretendido Hamás con este ataque sin duda osado, además de causar sufrimiento y terror. Era apenas obvio que una agresión de esa envergadura no se quedaría sin una virulenta respuesta por parte de Israel, que comenzó ayer mismo. Buena parte de los análisis apuntan a que Hamás actuó en el marco de una operación de alcance geoestratégico impulsada por su patrocinador Irán para intentar abortar las alianzas que varios países árabes, muy en particular Arabia Saudí, están tejiendo con Israel bajo el paraguas de Washington. Difícilmente la familia Al Saud seguirá adelante con sus planes en la explosiva coyuntura actual, mientras sus súbditos celebran en las calles la “victoria” de Hamás.
Al mismo tiempo, Hamás espera que su golpe “histórico” a Israel le permita erigirse en el líder indiscutido del pueblo palestino y extender su influencia, que ejerce hoy con mano de hierro en la franja de Gaza, a Cisjordania, territorio también ocupado por Israel en la Guerra de 1967 y regido junto a Gaza por una caricatura de autogobierno. La Autoridad Palestina se encuentra en declive en Cisjordania, entre otras muchas razones por la impotencia de sus líderes para impedir la expansión de colonias judías en este territorio.
Más allá de la magnitud que vaya a tener la respuesta de Israel, resulta innegable que el sorpresivo y bien organizado ataque de Hamás ha vuelto a colocar en el centro del debate público el conflicto israelo-palestino cuando parecía haber entrado en estado de hibernación, lejos de los focos informativos. Pese a que la ONU decidió en 1947 la partición de la Palestina en dos estados y reconoció en 1948 al Estado judío, y pese a que la propia Organización para la Liberación de Palestina reconoció la existencia del Israel en los acuerdos de Oslo –que le costaron la vida en un atentado al entonces primer ministro israelí, Isaac Rabin, a manos de un fanático de ultraderecha de su país–, vuelve a agitarse el viejo discurso que niega el derecho del Estado judío a su existencia. Y ello es, sin duda, otra victoria para Hamás, un movimiento fundamentalista que EEUU y la UE incluyen en la lista de grupos terroristas y que basa su influencia en una red de servicios sociales a la población más desfavorecida, al estilo de los Hermanos Musulmanes de Egipto.
Es indudable que la operación de Hamás va a sacudir el ajedrez político de la zona. Israel vive unos momentos de gran agitación interna por los intentos del Gobierno de controlar la justicia, y puede ser que al actual clima de contestación se sume ahora el debate sobre la política hacia los palestinos, que podría endurecerse hasta extremos sin precedentes por la influencia de los partidos ultrarreligiosos y ultranacionalistas en la coalición gobernante. A su vez, la Autoridad Palestina, burocratizada y sumida en escándalos de corrupción, se enfrenta al reto de frenar el avance de Hamás, una tarea aun más difícil tras el golpe del sábado que ha disparado su popularidad en sectores que reclaman acciones violentas contra Israel.
Lo que está claro para todas las partes –al menos para quienes quieran verlo– es que la situación de deterioro progresivo desde el fracaso de las negociaciones de Oslo es insostenible para todas las partes. Incluso para Israel, por mucho que sea hoy la potencia dominante en la región. Lo preocupante es que la fórmula de los dos Estados, que aparecía como la mejor, o menos mala, para un territorio sometido desde tiempos inmemoriales y hasta 1948 al dominio de potencias extranjeras –asirios, babilonios persas, bizantinos, romanos, turcos, británicos– parece ya un objetivo imposible de alcanzar, no solo por la intransigencia de la derecha israelí, sino de movimientos como Hamás o Hizbolá y varios países árabes que no aceptan el derecho de los judíos a un Estado, ni siquiera en el territorio que le asignó la ONU en 1947. Si el conflicto israelo-palestino ha sido un infernal laberinto desde que los británicos asumieron el mandato sobre Palestina tras la Primera Guerra Mundial, con los líderes actuales no hay el menor motivo para el optimismo.