Cada vez me cuesta más escribir algo que no sea un gran reproche. Escribir algo que no exprese un gran enfado, pero no con este Gobierno, al que no puedo reconocer sino como el fruto de un delirio, algo monstruoso y absurdo, no con la Casa Real y todos los poderes del estado y económicos, dueños de la práctica totalidad de los medios de comunicación; sino con personas concretas, con todas esas personas que camparon de progresistas estos años pasados. Es evidente que ser progre no tiene relación directa con ser demócrata.
Es un enfado no con entes, instituciones o categorías sociales, sino con personas. Y es un enfado y no una discrepancia política, discrepar y aun enfrentarse por posiciones políticas no implica necesariamente que uno se enfade con el contrario, pero cuando la discrepancia tiene carácter moral y el reproche es por la ética entonces sí hay enfado.
Sin hacer recuento de lo vivido dentro de este estado llamado Reino de España en los últimos meses, en cosa de días hemos visto: un parlamento rodeado de policías y sobrevolado por helicópteros militares; a la ministra del Ejército confirmando un plan para ocupar militarmente el territorio catalán y sus instituciones; la visita de la Guardia Civil de noche a la casa de un miembro de la mesa del parlamento catalán la víspera de una votación; la amenaza del portavoz del partido del gobierno al presidente de ese parlamento con sus hijos; el juicio en la Audiencia Nacional a un cantante de rap por sus letras cuando hay otros catorce citados a declarar; a un miembro de una célula yihadista declarando en un juzgado que la Policía Nacional delató a un “mosso” que se les había infiltrado; el reconocimiento del CNI de que el imán de Ripoll efectivamente era un confidente suyo y, por ir acabando, una nueva sentencia del Tribunal Supremo sobre un político catalán preso, Forn, que se basa, como en otras anteriores, para quitarle su libertad en su posición política independentista, así como en un juicio de intenciones sobre las posibles actuaciones futuras del reo, para quitarle su libertad.
Es decir, vivimos bajo un estado que decide de modo arbitrario sobre nuestras vidas en función de nuestras ideas. ¿Hay otra definición de un estado autoritario? Entre Kafka y El informe de la minoría, de Philip K. Dick.
No puedo aceptar que sólo algunos creamos lo que denuncian los medios de comunicación de otros países, la falta de libertades y de democracia del sistema político español. Hace unos meses un numeroso grupo de intelectuales y artistas firmaron un manifiesto promovido por una empresa de comunicación exigiendo garantías a aquel referéndum celebrado contra todo tipo de impedimentos, cuando los votantes fueron reprimidos por el estado con total violencia callaron, es decir asintieron. Ahora callan nuevamente ante una sucesión pública de atropellos a personas.
Hace dos días la pasada ceremonia de los Goya, de la que el ministro portavoz del Gobierno pareció el anfitrión y garantizó la protección del estado sobre una cineasta protagonista (“Y no os van a echar, Isabel, no.”), pareció la de un país alegre y desenfadado. Un país donde no hay gente presa arbitrariamente por el estado. En aquella gala no resonaron los golpes de las cargas contra personas indefensas ni la soledad de la cárcel, todo lo contrario, fue la negación de esa realidad. Fue una ceremonia de otro país distinto del que otros vemos y sentimos. La aparente frivolidad y ñoñería no fue tal, fue asentimiento y complicidad.
Resulta evidente que los breves periodos republicanos españoles no dejaron restos significativos, el destrozo que hizo Franco modeló esta sociedad, y no hay cultura cívica, pero sobre todo es abrumador el triunfo de la ideología autoritaria. Es evidente que la vida pública española, sobre todo sus intelectuales y artistas, han encajado y aceptado un 155 ideológico. Han aceptado que es normal que haya conciudadanos presos por sus ideas y por practicar la libertad de expresión.
Se puede comprender el silencio de las personas que no saben acceder a la información de medios internacionales, pero cuando también callan los intelectuales, es decir todo un país el que asume lo que hace su estado sobre la población de un territorio, entonces la ruptura entre España y Catalunya es definitiva. ¿Queda tiempo para que los intelectuales y artistas españoles les digan a los catalanes que no todos los españoles asumen lo que hace su estado? No lo creo.
¿Vale de algo decir y escribir esto? ¿De qué vale cuando estas personas por fuerza tienen que saber lo que ocurre, no pueden alegar ignorancia, y asumen esta política autoritaria? ¿Vale la pena señalarse uno? Creo que no.