Por estos días en que hacemos cuenta regresiva para llegar a final del año, también es común que hagamos el balance de lo que fue este año, de lo bueno y malo que vivimos. Sin duda la pobreza, la desigualdad, el racismo y la exclusión se han agudizado con la crisis del COVID-19 y estos no son sólo conceptos socio-políticos, sino que se traducen en prácticas cotidianas que le hacen la vida imposible a muchas personas, en muchos casos literalmente.
Así que partiendo del reconocimiento explícito de todas esas realidades dolorosas, algunas de las cuales he hablado desde este espacio durante estos meses, quiero hablar también de una reflexión muy personal sobre algo de lo que no era tan consciente hasta hace poco.
Suelo ser una persona de esas que da mucho las gracias: a la persona que me vende algo, a quien me atiende en un bar o en un restaurante, a quien me escribe preguntando cómo estoy, a quien me dice algo bonito, a los lugares donde he sido feliz, a las personas que se han ido de mi vida y me han querido y cuidado, a quien me da comida (a esta gente más que a todas porque yo amo comer), etc. Con mi suegra me pasa algo curioso y es que cada vez que nos invita a su casa a comer yo le doy las gracias cuando termino de comer y cuando me despido, puedo decirle algo así como “muchas gracias por todo, ha estado delicioso, me ha encantado” y ella siempre me dice “hija, que no me des las gracias”. Ella siente que por tratarse de la familia no hay como una necesidad explícita de agradecer porque hay confianza y hay un acuerdo de cuidados. Y así llevamos un buen tiempo y ninguna ha convencido a la otra, aunque sinceramente creo que no es necesario, de hecho, estoy segura de que ya entiende un poco de qué va mi intensidad por agradecerle.
Eso que ella siempre me dice lo entiendo y de hecho me ha llevado a pensar algo que consideraba natural hasta entonces; y fue cuando empecé a ver hacia mi familia materna y me di cuenta que todos (no exagero) nos damos las gracias por todo lo que hacemos por los otros, pero además hasta bromeamos con ello, como haciéndonos caer en cuenta de lo graciosos que nos vemos formando una cadena eterna —porque somos un montón— de “gracias martica, gracias pedrito, gracias carito”. Nosotros sentimos que, aunque seamos familia, el agradecimiento es algo que no puede faltar, el manifestarle a alguien cuánto apreciamos lo que hace por nosotros, el amor que le imprime a eso, es algo que debe expresarse porque, además, es una manera de devolver ese cariño también en deseos de abundancia para esa persona.
Para los pueblos indígenas todos somos una suma de energía que pertenece a la madre tierra, una suma de intenciones que puede servir para cosas buenas o malas y yo, que soy una mujer de la selva amazónica colombiana que cree en estas cosas, no puedo más que sumarme a las buenas intenciones. Para ello quiero aprovechar estos últimos días de 2021 para agradecerle a la vida y al universo las cosas maravillosas que me ha dado y no podía completar esa intención sin venir a agradecerles a ustedes, sí, a ustedes que me acompañan desde hace ya algunos meses cuando empecé esta maravillosa aventura de escribir cada semana. A ti que me estás leyendo y que sigues mis columnas, porque compartes mi opinión o porque algo de lo que escribí te gustó y decidiste quedarte, o a ti, que me lees por primera vez y te preguntarás: ¿Esta tipa de qué va? A toda la gente que fue llegando a mis redes sociales y que espera atenta lo que voy diciendo cada semana. Muchas, muchísimas gracias, por el cariño, por la confianza, por tomarse el tiempo de leerme y de compartir lo que escribo. No saben lo que valoro que la gente te dé parte de su tiempo. Que el universo les multiplique en cosas bonitas, que cure ese corazón que por algún motivo hoy duele y que el próximo año sigamos por aquí, conspirando con todas esas cosas que tenemos en común y aunque a algunos les incomode, pensándonos un mundo un poco mejor y más justo.