El anuncio del referéndum sobre las negociaciones de la deuda pública griega ha provocado un terremoto político cuyas consecuencias, en este momento, todavía son difíciles de evaluar. Uno quiere pensar que la situación aún es reconducible, pero quizás estemos dejando de ver Europa como la conocíamos hasta ahora.
No cabe duda de que la abrupta convocatoria, en medio de una ronda de negociaciones, es una derrota política en toda regla para el Eurogrupo. Y no porque no se pueda consultar a los ciudadanos griegos sobre el devenir de su país en el proyecto europeo, sino porque pone de manifiesto que muchas cosas no se han hecho bien durante demasiado tiempo. Las magníficas crónicas de corresponsales en Bruselas como Pablo Rodríguez o Claudi Pérez (El Mundo y El País, respectivamente), nos han transmitido casi en tiempo real lo que ha venido sucediendo. Nadie podrá decir que hemos llegado a este punto por sorpresa.
Queda la sensación de que en el Eurogrupo no se ha hablado seriamente de economía y que los aspectos ideológicos, junto con diferencias personales, han prevalecido sobre el interés general. La arrogancia y el despecho no deberían tener sitio en unas negociaciones de cuyo resultado depende el bienestar de millones de griegos y el futuro de un proyecto común de transcendencia histórica. Una generación de políticos ha quedado retratada para la posteridad.
Queda la sensación, también, de que la arquitectura institucional de la Unión Europea necesita, de una vez por todas, un verdadero poder ejecutivo que sustituya a la ineficiente tricefalia actual: la Comisión Europea, presidida por Jean-Claude Juncker, con Pierre Moscovici de Comisario de Asuntos Económicos y Financieros; el Consejo Europeo, institución que reúne a los Jefes de Estado o de Gobierno, presidido por Donald Tusk; y el Consejo de la Unión, institución de geometría variable y de presidencia rotatoria, cuya configuración en lo tocante a la economía recibe el nombre de ECOFIN. A esto hay que añadir el Eurogrupo, una institución que está pero no es, presidida por Jeroen Dijsselbloem, y reservada a los ministros de economía de los países del euro. Para complicar todavía más el choque de legitimidades hemos invitado a Christine Lagarde, Directora General del FMI, cuya presencia en las negociaciones está justificada en tanto que organismo acreedor pero a quien hemos concedido galones políticos que no le corresponden.
Y queda la sensación, finalmente, de que quienes se han sentado a negociar el problema de la deuda griega no han comprendido en qué consiste una situación de insolvencia. Grecia es como ese club de fútbol al borde de la desaparición cuya supervivencia depende de una Ley Concursal que no termina de llegar.
Según la Comisión Europea, Grecia cerró 2014 con una deuda pública de 177,1% del PIB, un exiguo superávit primario de 0,4%, el coste de los intereses en 3,9% del PIB (tipo de interés implícito 2,2%) y un crecimiento nominal negativo del -1,8%. Aplicando a estas cifras la metodología convencional para el análisis de la deuda pública, cuyos detalles exceden las pretensiones de este artículo, se obtiene lo siguiente: suponiendo que en las próximas tres décadas la economía griega crece al ritmo promedio que lo ha venido haciendo en los últimos treinta años (4% nominal aproximadamente), y suponiendo también que el tipo de interés implícito de su deuda se mantiene en valores similares al promedio de los últimos años (pura especulación, dadas las actuales circunstancias), Grecia necesitaría un superávit primario anual en torno al 3% de PIB durante toda una generación para llevar su deuda a una ratio del 60%, tal y como exige el Tratado de Maastricht.
La prueba de que este sencillo ejercicio no está muy desencaminado es que el objetivo de déficit primario a medio plazo sobre el que Atenas y Bruselas parecían haber llegado a un acuerdo el pasado día 26 de junio consistía en una senda creciente hasta el 3% en 2017 y 3,5% en 2018.
Si echamos la vista atrás en busca de precedentes históricos observaremos, siempre según la Comisión Europea, que el superávit promedio de Alemania entre 1991 y 2014 fue 0,5%, el de Francia entre 1985 y 2014 fue -0,9%, el de Italia entre 1995 y 2014 fue 2,5%, y el de España entre 1995 y 2014 fue -0,9%. Lo más parecido en la zona euro a lo que Bruselas esperaba de Atenas es Finlandia, cuyo superávit primario alcanzó el 2,9% en valor promedio entre 1985 y 2014.
No sólo estamos hablando de exigir un esfuerzo presupuestario elevado (recordemos que al superávit primario hay que añadirle los intereses de la deuda) a una economía que sigue sin crecer, sino que su extensión en el tiempo es exagerada. Además, de manera fundamental, para poder afirmar que un superávit primario del 3% podría resolver el problema de la deuda griega sería necesario que esta cifra tuviese en cuenta los efectos endógenos entre el superávit público y el crecimiento económico (cómo influyen uno sobre el otro, recíprocamente). Que semejante esfuerzo presupuestario sea compatible con un crecimiento nominal del 4% anual durante tres décadas es algo que necesita ser discutido con el mayor rigor. No sirve razonarlo a partir de meras relaciones contables o elucubraciones ideológicas sobre la “austeridad expansiva”, contraria a la evidencia empírica.
Han sobrado ganas de ver el mundo como a cada uno nos gustaría que fuese y está faltando mucho sentido de la responsabilidad. Nos guste o no, sea justo o injusto, Grecia no puede hacer frente a su deuda en las condiciones actuales. Necesita una quita. Y necesita, también, una drástica reforma de su sector público. Como quiera que las instituciones son tanto más necesarias cuanto menos cívicas son las conductas sociales, la solución al problema griego no puede ser otra que avanzar en la construcción europea.