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Por qué la guerra no tiene rostro de mujer

Una mujer con su gato cruza un puente destruido en la ciudad de Irpín, cerca de Kiev, durante la guerra con Rusia. EFE/ Roman Pilipey
21 de septiembre de 2024 21:42 h

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 Como tanta gente, me pregunto ¿qué ganamos con las guerras? ¿Por qué buscamos la muerte del contrario como fórmula para acrecentar y asentar nuestro poder? Cada día me asomo a la información internacional siempre con una curiosidad optimista en busca de un rayo de esperanza para las muchas guerras que nos destruyen como género humano y frustran nuestra conciencia pacifista. Sin aspiraciones de papanatismo simplista o ira populista, conservo la fe en que alguno de los conflictos bélicos que asolan el planeta se encamine al cese de hostilidades, que la población civil, al menos, deje de sufrir y los niños y niñas no encuentren la muerte en su guardería o campo de juegos. Pienso que no estoy sola ni soy la única acosada por el ansia de una paz llevadera para Ucrania, Gaza, Mali, Congo, Líbano, Somalia, Israel, Yemen, Siria…. 

Sé que el conflicto es inherente a la convivencia del ser humano, por su condición animal, pero la guerra –en tanto que violencia organizada y profesionalizada– es un fenómeno vinculado a su organización social, jerarquizada y controlada por el género masculino.  En definitiva, la guerra ha sido y es cosa de hombres.

Es una paradoja antrópica (concepto acuñado por los profesores del CSIC Jesús Rey y Emilio Muñoz para analizar acontecimientos generados por el ser humano y contradictorios entre sí) el hecho de que las guerras choquen frontalmente con los valores de supervivencia de la especie y repugnen a su naturaleza. Frente a la convicción tan extendida de que los humanos somos consustancialmente guerreros, la arqueología ha podido determinar que esto no es así, aunque el conflicto haya existido siempre de muy diversas maneras, incluso en tiempos del homo antecessor. Sin embargo, el arqueólogo Alfredo González Ruibal, en su reciente libro Tierra arrasada distingue entre violencia colectiva en general (razias, emboscadas, batallas rituales, etc.) y guerra (con dos o más grupos en hostilidades, guerreros organizados que practican un arte marcial y obedecen a una identidad o colectivo específicos) para asegurar que “con los datos de que hoy disponemos, es imposible afirmar que en el Paleolítico hubiese guerra”, si bien la violencia ha estado presente desde siempre de diversas formas.

Pero el concepto específico de guerra –como la lucha colectiva entre dos bandos, la existencia de guerreros con un armamento ad hoc de individuos sedentarios aparece al final del Neolítico a medida que las distintas sociedades se articulan de forma jerarquizada en un modelo de organización patriarcal y se asientan en un determinado territorio. Lo avanzado de las investigaciones arqueológicas de nuestros días nos explican los rasgos coincidentes en la histórica aparición del conflicto bélico: una identidad de grupo con el consiguiente sentimiento de pertenencia y la sublimación de la violencia que se ha ido construyendo en paralelo a la identidad guerrera que todo varón debía representar, hasta el punto de identificar el arma con su virilidad. Entre el hombre y su puñal se establece una intimidad que hoy se mantiene entre ellos y sus pistolas.

Este análisis adelanta una conclusión evidente: la irrelevancia de las mujeres en este proceso (hay excepciones como las Amazonas o algunas mujeres en ejércitos) en un mundo exclusivamente masculino. González Ruibal se atreve a decir que, simbólicamente, “las mujeres desaparecen a medida que aparece la guerra”. No sólo resultan invisibilizadas en esa nueva realidad, que les adjudica el papel de cuidadoras y paridoras, sino que se convierten en objetos propiedad de esposos y amantes. Así lo demuestran algunas tumbas donde el guerrero es enterrado con honores, sus armas y propiedades, entre las que se encuentra con frecuencia un esqueleto femenino que sería su esposa o su amante y que habría sido enterrada con él entre sus pertenencias.

Con todo ello, podemos afirmar sin miedo, como hace la premio Nobel ucraniana Svetana Alexiévich, que “la guerra no tiene rostro de mujer”. Aunque sean los varones quienes hayan inventado y protagonizado los conflictos bélicos, históricamente, son las mujeres y los niños quienes padecen sus consecuencias. El empleo de la violación como arma de guerra ha estado presente desde siempre y todavía hoy sabemos que son frecuentes los casos en que al saqueo se suma la violencia sexual contra las mujeres, como hicieron los rusos en la ciudad de Mariupol. Es práctica habitual en algunos conflictos endémicos africanos, como el de la República del Congo donde se documentan una media de 40 violaciones diarias, según Casa África. Basta escuchar el estremecedor testimonio de la abogada y periodista Caddy Abdzuza (Premio Princesa de Asturias 2014) que sigue denunciando que el cuerpo de las mujeres es tomado como campo de batalla ejerciendo sobre él una despiadada violencia sexual, de la que ella misma ha sido objeto. Sin ir más lejos, hace apenas unos días, en una revuelta carcelaria en ese país, fueron las reclusas quienes sufrieron violaciones múltiples de los presos.

El secuestro de mujeres era otra de las venganzas crueles en el pasado, especialmente en las agresiones más identitarias, con intención de utilizarlas como máquinas reproductoras de hijos de los ganadores para avanzar en el exterminio de la población enemiga. Es una cruel herramienta que, por desgracia, persiste en nuestros días. Es la que suelen utilizar los terroristas islámicos con las niñas secuestradas y tomadas como esclavas sexuales. Se han documentado también casos de la guerra de Bosnia, a finales de los años 90, como también hace ahora el gobierno talibán en Afganistán, que rapta a jovencitas, las viola y convierte en esposas-esclavas para que engendren bebés que terminarán adoctrinados en las madrasas. Caso aparte son los hijos de los cascos azules, violaciones en definitiva, perpetradas en la ex Yugoslavia y algunos países africanos por tropas de paz.

En un estudio gigantesco sobre las mujeres corresponsales extranjeras en la Guerra Civil española, el catedrático de Periodismo Bernardo Díaz Nosty detecta en sus crónicas una narrativa “diferencial y complementaria” de la que hasta entonces habían recogido los varones en todos los conflictos bélicos anteriores. Los textos de los periodistas han estado casi siempre enmarcados en un canon eminentemente militar, táctico y armamentístico 

En la investigación Periodistas Extranjeras en la Guerra Civil, Díaz Nosty identifica a casi dos centenares de enviadas especiales a España, desde distintos países y medios de diferente línea editorial, que tienen en común una preocupación por las consecuencias de la guerra con una mirada más cercana al sufrimiento de las víctimas, además de un rechazo generalizado de la violencia y “la incomprensión del fenómeno por ajeno a los valores de supervivencia del género humano”. Hoy sabemos que esta visión más social y realista de los hechos, así como de sus secuelas, resulta indispensable para comprender el verdadero alcance de las guerras. Es más, me atrevo a afirmar que la crónica de guerra se ha ido feminizando, en la medida en que periodistas de todo sexo y nacionalidad explican hoy en día a sus audiencias no sólo avances estratégicos y armamentísticos sino, sobre todo, las catástrofes humanitarias y sociales que para las poblaciones afectadas tienen las contiendas de las que informan.

Por su parte, la ONU no ha sido ajena al hecho que comentamos y, en la resolución 1325 sobre Mujer, Paz y Seguridad, puso el foco en la necesidad de poner en manos de más mujeres la búsqueda de soluciones para acabar con las guerras. Naciones Unidas consagra en este documento la importancia de feminizar las conversaciones de paz a través de más presencia y relevancia de intermediadoras como agentes activas de la paz para la prevención y resolución de conflictos, consecución de acuerdos y la aplicación de los compromisos que de ellos se deriven.

“Reconocer e integrar las distintas percepciones, experiencias y capacidades de las mujeres en todos los aspectos de las operaciones de paz de la ONU es esencial para lograr resultados satisfactorios con las iniciativas de mantenimiento y sostenimiento de la paz de las Naciones Unidas”.

“El Departamento de Operaciones de Paz considera que las mujeres líderes y las organizaciones de mujeres son las verdaderas guardianas del programa WPS (Mujeres Paz y Seguridad) y las socias principales de la puesta en práctica del programa”.

Naciones Unidas Mantenimiento de la paz

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