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Zona Crítica

Por qué nos gustan las mentiras

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Hace tiempo que vengo dándole vueltas a la cuestión de por qué cada vez resulta más fácil mentir en los medios de comunicación y por qué cada vez más gente está dispuesta a creerse las mentiras que oyen o leen, sin plantearse siquiera la posibilidad de contrastarlas.

He llegado a la conclusión de que, simplemente, es lo más fácil. Vivimos en un mundo agotador: la cantidad de información y la rapidez del caudal nos abruman. En la mayor parte de textos se nos informa de cuánto tiempo medio vamos a tardar en leerlo, desde los cinco minutos de un artículo de opinión como este hasta las ocho horas de un ensayo especializado. El tiempo que queremos dedicar a lo que sea está marcado y delimitado desde el principio, de modo que muchas veces elegimos basándonos en los minutos que vamos a emplear en ello.

No es posible absorber ni una milésima de todo lo que nos cae encima a lo largo del día; no nos da tiempo a ponderarlo, a considerar si es cierto lo que acabamos de leer o no, si viene de una fuente fiable, si tiene posibilidades de ser verdad. Cuando leemos o escuchamos algo que requiere un poco de tiempo y de esfuerzo, porque la persona que lo ha escrito se ha molestado en matizar la información, nos resulta pesado y nos ponemos nerviosos. Además, para entender bien ciertas noticias u opiniones, hay que dominar ya la materia, o estar al día de lo sucedido en los últimos meses, cuando se trata de un tema de actualidad, o incluso años para otro tipo de temas; y hay que tener memoria, al menos la necesaria para recordar qué se dijo desde el principio en el desarrollo de una noticia. Solo así podemos saber si lo que leemos en este momento es posible y verosímil, a la luz de lo ya sucedido o si se trata simplemente de una invención repentina encaminada a manipular la opinión pública.

Todo eso es trabajo, esfuerzo, requiere de un tiempo dedicado a la reflexión y a la crítica, lo que se contradice con el desarrollo de nuestro comportamiento social que va cada vez más al consumo rápido, al leer (u oír), reaccionar emocionalmente durante unos segundos -¡qué horror!, ¡qué vergüenza!, ¡qué pena!-, y olvidar deprisa para hacer sitio a la siguiente noticia a la que también reaccionaremos un instante para olvidarla un instante después. 

En ese panorama, mucha gente quiere, o más bien necesita, varias cosas para sentirse bien: concisión (por lo de que el tiempo es limitado), claridad (por lo no de no tener que pensar mucho para comprenderlo), seguridad (que le repitan lo que ya cree o piensa para sentir que tiene razón y quedarse tranquilo). La elegancia del razonamiento, la matización de los argumentos, el cuidado del estilo no hacen más que confundir a ciertos lectores, porque no se entienden bien a la primera, y quien no entiende algo se siente insultado, agredido, porque piensa que no es lo bastante inteligente para comprender el texto, o bien que le están tomando el pelo haciendo complicado lo que podría ser sencillo.

Es mucho más simple dejar claro desde el principio quién tiene razón y quién se equivoca. Como en las películas de dibujos animados, es mucho más cómodo saber de entrada quién es el bueno y quién es el malo.

Casi nadie tiene tiempo ni ganas de hacer el esfuerzo de contrastar informaciones y llegar a una opinión propia basada en las fuentes de mayor fiabilidad

Por eso muchos políticos de demasiados partidos -no solo en nuestro país-, así como muchos periodistas, han llegado a la conclusión de que lo que funciona en la publicidad y en el marketing tiene necesariamente que funcionar en otros campos. Mensajes directos, sencillos, potentes, que estén claros desde el principio (la fuerza del titular, que todos conocemos bien), sin que importe demasiado si es verdad o no. El ciudadano medio que ojea el periódico leyendo los titulares y las cuatro líneas destacadas en negrita y cree que se ha enterado de lo que está pasando usa esa “información” para comentar las noticias con sus compañeros de trabajo, con su familia y amigos, y se siente ofendido si alguien le llama la atención sobre detalles que él no ha retenido en la memoria, y mucho más si le dicen que aquella noticia era simplemente mentira. Si, además, esa otra información viene de un diario que no es el que uno lee habitualmente, la ofensa es mayor porque procede del “enemigo” y, por tanto, no puede ser cierta.

Casi nadie tiene tiempo ni ganas de hacer el esfuerzo de contrastar informaciones y llegar a una opinión propia basada en las fuentes de mayor fiabilidad. Las mentiras son fáciles de colocar y de creer porque, al carecer de matices, se entienden a la primera, suscitan una fuerte respuesta emocional y refuerzan las (con frecuencia erróneas) creencias propias que ya están basadas en mentiras anteriores. Por supuesto, la ignorancia general -en cuestiones científicas, históricas, políticas, económicas… en cualquier campo- también ayuda mucho a creer cosas absurdas y defenderlas contra viento y marea.

Desde hace unos años las mentiras y noticias falsas se han hecho habituales y ya nadie se escandaliza por ello. El “calumnia, que algo queda” se ha convertido en la forma normal de relacionarse en ambientes políticos. El “si te acusan, niégalo” es lo más frecuente. Ya tienen que pintar mal las cosas para que alguien dimita. Estamos empezando a funcionar como ya predijo Orwell en su “1984”: se reduce la ración de chocolate, pero se informa a la población de que la ración ha sido aumentada, y nadie protesta. Lo curioso es que Orwell hablaba de una sociedad totalitaria donde disentir llevaba a la tortura y a la muerte, y nosotros estamos en una sociedad donde no disentimos por pura estupidez; ni siquiera por cobardía, sino porque, en el fondo, nos da igual. Eso es lo peligroso, y lo terrible.

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