Es la una de la madrugada, la hora de mirar Pornhub, y estoy enganchado en Youtube con una entrevista que la emisora colombiana Caracol Radio le hace a Gustavo Petro, candidato de izquierda a la presidencia de su país. Todavía no se sabe qué va a suceder en las elecciones del 27 de mayo. Faltan aún unas semanas para que Petro acumule más de cuatro millones ochocientos mil votos y pase por los pelos a la segunda vuelta, con unos trescientos mil votos más que el candidato de centro, Sergio Fajardo, y casi tres millones de votos menos que Iván Duque, el nuevo delfín uribista.
En el minuto veintisiete, con el tema de la redistribución de tierras sobre la mesa, la periodista Diana Calderón usa la palabra expropiación. Petro le dice que su pregunta tiene un veneno, ya que él no piensa expropiar ninguna tierra, sino comprar, o proponer ofertas estatales de compra, un derecho que le asistiría como presidente.
Apenas unos días antes de esa entrevista, a fines de abril, Petro había adelantado que en su mandato ofrecería una oferta de compra de tierras en el norte de la región del Cauca al magnate nacional Carlos Ardila Lülle con la mira puesta en la diversificación de la producción agraria, puesto que había en la zona más de 30 mil hectáreas de tierras infértiles y suelos dañados por el monocultivo de la caña. Rápidamente se dijo que se trataba de una amenaza de expropiación.
O los medios de prensa inician ese desvío semántico, o recogen pasivamente el guante lanzado por los adversarios políticos de turno. En cualquier caso, esto no puede considerarse apenas un error del modelo de prensa liberal, sino una de sus más refinadas funciones.
En el minuto treinta y ocho de la entrevista de Caracol Radio, Calderón no usa el verbo expropiar, pero sí el verbo quitar, y Petro vuelve a rectificarle. Es justo el momento en el que este hombre empieza a caerme bien. Entiende la importancia de las palabras. Petro le dice nuevamente a Calderón que su pregunta entraña un veneno y ella le dice que no es veneno, que es libertad de prensa.
Eso no es libertad de prensa
Hemos llegado al punto central. No. Esa no es la libertad de prensa, pero los periodistas se han hecho creer a sí mismos que lo es. Parecen estar convencidos de que pueden preguntar y decir cosas deliberadamente inexactas. También creen que cualquier cuestionamiento a la naturaleza de esta práctica es un ataque a la libertad de expresión, cuando el ataque sería justo la naturaleza de esta práctica. La verdadera libertad de prensa tiene un precio que hay que estar dispuestos a pagar, y es la esclavitud ante el lenguaje.
La marca registrada de la propaganda ideológica disfrazada como discurso de prensa es justo la cancelación del vínculo vivo entre el lenguaje y la realidad, o del vínculo que el lenguaje desarrolla consigo mismo, de ahí las neolenguas bastardas que funcionan como entes autónomos y cerrados. La impunidad con que los redactores del relato totalitario pueden utilizar el lenguaje trae consigo la esclavitud de la expresión, y finalmente la ausencia completa de expresión alguna.
La diferencia de matiz que hay entre el verbo comprar y el verbo expropiar, en el caso que nos ocupa, es la diferencia entre el ejercicio democrático y las tentaciones propias de un régimen de carácter autoritario. La crisis del modelo comunicativo de la prensa liberal es una crisis del modelo político, secuestrado por el poder de la corporación. La fractura entre democracia y mercado es el punto neurálgico que la prensa liberal no detecta, pues escapa a su diseño.
En las reuniones y festivales de periodismo a los que suelo asistir se debate frecuentemente sobre la crisis estructural del periodismo contemporáneo, la proliferación de fake news, la creciente producción de contenidos en las redes sociales, la consiguiente banalización de la noticia, y la implementación de nuevos modelos de gestión y financiamiento de medios que no dependan exclusivamente, o de ningún modo, de alguna instancia estatal o corporación privada.
Sin embargo, no se discute tan abiertamente, al menos hasta donde yo sepa, el hecho de que los nuevos modelos de gestión de medios, los cuales garantizarían en principio la independencia editorial, exigirían también una renovación radical del uso del lenguaje, una producción beligerante de sentidos.
La prensa independiente
La prensa independiente, que se mueve fuera de los grandes grupos de comunicación, no puede ser solo el nicho de la crónica narrativa o del reportaje de investigación que destapa un escandaloso caso de corrupción, sino que debe convertirse en una nueva máquina de conceptos, y en el periodismo el concepto está en la noticia.
Los medios, naturalmente, son también el mecanismo de difusión y legitimación de las ideas que se producen o pertenecen a otras instancias sociales, pero el modelo liberal puede entender el periodismo tantas veces como un cajón de sastre, despojándolo de un filtro deontológico que funcione como una suerte de conciencia crítica de estos trasvases simbólicos. Es decir, no tragárselo todo, no reproducir acríticamente la representación de la sociedad que el poder intenta en todo momento proponer, porque la naturaleza de cualquier poder es perpetuarse (el priísmo en México, el castrismo en Cuba, el conservadurismo de derechas en Colombia), y la imposición de un lenguaje, la asunción de ese lenguaje por los otros, es una pieza fundamental del juego.
También atraviesa su crisis particular, o ya, de plano, su extinción definitiva, el rol del intelectual público, que se supone es el epítome de la voz individual y autorizada dentro de este modelo comunicativo. Por ejemplo, un tuit de Enrique Krauze del 31 de mayo dice: “Populismo: régimen de dominación carismática que llega al poder por la vía democrática, para acabar con ella”. Aquí parece que Krauze está hablando por él, pero no lo está haciendo.
He recordado una cita de Conrad leída alguna vez en un ensayo de Naipaul: “El coraje, la compostura, la confianza; las emociones y los principios; cada uno de sus pensamientos, tanto grandes como insignificantes, pertenecen, no al individuo, sino a la multitud: a la multitud que cree ciegamente en la fuerza irresistible de sus instituciones y de su moralidad, en el poder de su política y de su opinión”.
El concepto de Krauze es, a un tiempo, un concepto corporativista del populismo y, entrando en su lógica, es también un concepto populista del populismo. Si hubiera una filosofía moral del lenguaje, es la que dice que 1-) no hay sinónimos en el idioma, no hay dos palabras que signifiquen exactamente lo mismo, 2-) las palabras significan más de una cosa, 3-) las palabras, en última instancia, solo se están refiriendo a sí mismas.
La teoría política propone definiciones mucho más rigurosas del populismo latinoamericano, una comprensión dinámica de su funcionamiento, su implementación real y sus distintos resultados prácticos, pero la prensa ha terminado aceptando una reducción vicaria del término, amplificando un uso exclusivamente peyorativo y una interpretación determinista del fenómeno, aquella que dice que el resultado del populismo es, y solo es, el triste desastre económico y social de Venezuela, el gasto público sin responsabilidad fiscal, el discurso mesiánico de seducción de masas.
El castrochavismo
Hay aún otro escalón del asunto, y comienza y termina así. Un remiendo recorre Latinoamérica: el remiendo del castrochavismo. El castrismo, algo que propiamente ya no existe ni en Cuba, no tiene en su génesis ningún punto de contacto con las revocaciones de los aparatos constitucionales liberales a través de asambleas constituyentes, como ocurrió en los últimos veinte años en Venezuela, Ecuador o Bolivia, y que fue la manera en que se implementó en bloque la serie de socialismos bolivarianos de nueva data.
Invocar al castrismo apela directamente al miedo. El castrochavismo es la construcción de un enemigo externo que frena la implementación de coaliciones socialdemócratas y los probables gobiernos ciudadanos en América Latina. En ese sentido, es una cortina de humo que pertenece por completo a los predios de la Guerra Fría, y que busca perpetuar esa política confrontacional simplificada, de ahí que el único elemento castrochavista del castrochavismo sea el emisor y no el objetivo referido.
El tuit de Krauze traza una línea causal entre la dominación carismática y la destrucción de la democracia, un argumento que definiría a Venezuela, pero no a Brasil o a Argentina o a Uruguay, luego de Lula, los Kirchner y Mujica, respectivamente. No obstante, lo que vale la pena explorar aquí es esa suerte de dominación o seducción carismática del líder que aparece justamente como consecuencia de una crisis del modelo político liberal. El momento iniciático donde se incuba el margen de error, el estado larval de un posible nuevo régimen.
Hay una relación directa entre esa tentación autoritaria y el uso concreto del lenguaje. Ese uso es lo que separaría al líder o al representante público del dictador o el autócrata, y a la ciudadanía de la masa fanatizada. El liberalismo condena los vínculos afectivos en el juego democrático, pero “¿qué hay en el intelecto que no haya pasado antes por los sentidos?” No obstante, tiene razón la voz liberal cuando alerta que se trata de una zona minada.
Es el manejo de ese capital inicial –el capital de la emoción, el capital de la sensibilidad como categoría política– el que termina decidiendo el rumbo populista. Traicionar las palabras es traición política. La retórica mesiánica es la deformación de esa relación afectiva inicial. El terreno del excepcionalismo histórico, las gratuidades públicas, la irresponsabilidad administrativa y la impericia para garantizar una prosperidad económica que permita sostener un estado social de derecho es el terreno del melodrama.
Gustavo Petro ha cedido eventualmente a esos impulsos, como todo líder que llene plazas con gente joven o gente de clase baja o gente, en resumen, genuinamente rabiosa, pero su registro discursivo es bastante más amplio. Petro ha sido alcalde de Bogotá, senador de su país, y domina también esos tonos y esos ámbitos. Esto hace que Petro haya tenido que blindarse con un plan de gobierno sólido en órdenes concretos –educación, desarrollo económico, política ambiental–, o sea, ha tenido que proponer, y en ese sentido él es tanto el resultado de sus convicciones ideológicas como de su experiencia administrativa y política dentro del juego democrático liberal.
El cadáver ideológico de las FARC ha debido enterrarse para que la izquierda en Colombia haya podido empezar a llenarse de un nuevo sentido, abriéndose al reto de la globalización occidental con un saludable desapego y una distancia aún mayor del socialismo real que la que tuvieron las nuevas izquierdas latinoamericanas de comienzos de siglo. La prensa, que sabe que lo que no se dice no existe, acusa a Petro de polarizar el escenario político en el país, pero él no crea la polarización, él solo la pone al descubierto, la nombra.
Petro y yo coincidimos en Nueva York hace dos años, en la primavera de 2016. Asistíamos ambos a un evento que organizaba la cátedra universitaria Rey Juan Carlos I de NYU. Y he aquí un punto a su favor. Petro logró aburrirme infinitamente. Nunca supe que aquel señor, que habló dos horas después de mi panel, es hoy Gustavo Petro, hasta que hace muy poco alguien me hizo caer en la cuenta.
También es una señal esperanzadora que su masa de votantes no estuviera dispuesta a renunciar a la acción en la segunda vuelta electoral en caso de que Petro no pasara: el sentido práctico de la política, la construcción ciudadana de gobierno, antes que la bandera profundamente reaccionaria de la superioridad moral o la devoción intransferible al sujeto elegido. Una izquierda de astucia liberal, que coloque la polarización en el centro, es una izquierda que estaría arribando a la mayoría de edad.