Pobre Macron, ha querido marcarse un Pedro Sánchez y le ha salido un Artur Mas. Las películas de zombis nos advierten de que esas cosas no hay que hacerlas. Ni siquiera hace falta ver la película entera, está en los títulos. Por ejemplo, en el título de aquella obra maestra (por su ecologismo, por los jirones de romanticismo que arrastraba), dirigida por Jordi Grau, que se llamó No profanar el sueño de los muertos. Más claro, el agua. Cuando, hace siglos, sorprendieron a Rubalcaba viendo una peli gore en el Congreso, en plena sesión parlamentaria, quienes pusieron el grito en el cielo no comprendían que Rubalcaba se estaba informando, estaba penetrando en una realidad que se acercaba. La gente inteligente no hace las cosas por la cara.
La ultraderecha española se ha puesto muy contenta con el triunfo de Marine Le Pen en esta primera vuelta de las legislativas francesas y, sin embargo, no asume el gran sacrificio que se vio obligada a hacer Marine Le Pen para tener un partido así. Marine Le Pen tuvo que matar al padre, a su padre, el viejo paracaidista de la guerra de Indochina, el conspirador combatiente en Argelia, el maledicente contumaz que se saltó un ojo al montar una tienda de campaña en unas vacaciones, y que se pasó décadas contando que lo había perdido en una trifulca durante un mitin, el político demagogo y trivial que, desde sus inicios, representó el bastión de la extrema derecha en el Barrio Latino, el corazón de la progresía parisina.
Sin embargo, en España, aún vive el padre de la ultraderecha patria. Y va para largo. Se pasea en helicóptero, sobrevuela el Valle de los Caídos. Desde un ataúd putrefacto, contempla orgulloso su monumento faraónico. Porque, aquí, el padre de la extrema derecha es Franco, el cadáver de un militar sanguinario, y en vez de matarlo, como es ley de vida, los ultras lo exhiben satisfechos, exaltan su memoria, le ofrendan misas y corean su nombre cuando se emocionan. La ultraderecha en España nunca ha ganado unas elecciones, es demasiado atávica como para comprender este juego; sólo sabe llegar al poder dando golpes de Estado, montando guerras civiles. Conservan la memoria podrida de Franco, lo mismo que el dictador guardaba el brazo incorrupto de Santa Teresa.
Lo que asimila a la ultraderecha española y a la francesa es una cuestión de partes del cuerpo humano. Pues, igual que a Jean-Marie Le Pen le falta un ojo, Franco carecía de un testículo. Solo en eso se parecen. Y sin embargo, la metáfora lo dice todo. Aquí somos más de hacer las cosas por cojones. En Francia, hay una teoría del ojo, un simbolismo del ojo. El truculento Georges Bataille escribió una novela sexual y formalista, 'Historia del ojo', que llevaba del ojo al testículo. En los dibujos del simbolista Odilon Redon, proliferan los cíclopes, y los globos oculares se convierten en globos aerostáticos. La exposición de 2016/2017, El ojo de Baudelaire, celebrada en el Museo de la Vida Romántica, de París, sostenía que Charles Baudelaire fue un poeta del ojo. Baudelaire intentó ganarse la vida como crítico de arte, y del mismo modo salía a contemplar la ciudad, a observar las multitudes igual que se hace ante las piezas artísticas. “Glorificar el culto de las imágenes (mi gran, mi única, mi primitiva pasión)”, con esta cita del poeta se anunciaba la expo. Se editó un catálogo, muy bueno, muy ilustrado y con muchos textos de diferentes autores, entre ellos, Antoine Compagnon y Jean Clair: L'Oeil de Baudelaire (Éditions Paris Musées, 2016).
A la extrema derecha española no le da envidia el ojo vacío de Le Pen, porque también tiene su particular villano con parche, su Falconetti legionario, Millán Astray. Por cierto, acaba de salir en cómic una biografía suya, y de su época, '¡Muera la inteligencia!' (dibujo, Gustavo Rico; guion, Jorge García; Norma Editorial, 2024). Mientras trabajaban en este cómic, los autores recibieron mensajes intimidatorios de ultras advirtiéndoles que tuvieran cuidado con lo que contaban. En España, la extrema derecha no solo no mata al padre, sino que se va de copas con los amigotes del progenitor. Aquí, los ultras, cuando no están en el búnker, están en las alcantarillas. La frase es de Blas Piñar, el último caudillo de extrema derecha antes de que el populismo les plagiase a los ultraderechistas la ideología y el discurso: “Como españoles y como cristianos, preferimos el búnker a la alcantarilla”, eso dijo Blas Piñar. La cita procede del libro del periodista Ángel Sánchez, 'Quién es quién en la democracia española' (Flor del Viento Ediciones, 1995).
Esta es la ventaja de los populistas, de los Alvises: que son bebés probeta, pues no vienen de ninguna parte de la historia. No les pesa un padre, e interpelan a una generación, y a una sociedad, donde no se siente ningún vínculo con el pasado político. El desconocimiento de la historia les hace inocentes (en el sentido en que lo decretaría un jurado). Pero, de su definitivo naufragio, a la ultraderecha española la salva in extremis la derecha democrática. Y viceversa. Vox es la balsa de la Medusa a la que se agarran los populares para mantenerse a flote a sabiendas de que, en alta mar, la supervivencia es un asunto de canibalismo.
Abascal no está preparado para ser Marine Le Pen. Le sale barba de gimnasta. Quiere hacer pasar por fitness lo que es bisnes. Se encuentra más cómodo con chándal, o con una armadura de mesón de chuletones, que en las escaleras mecánicas de las galerías Lafayette, su única posibilidad de ascenso social. Por su parte, Feijóo es otra cosa, otra deriva. En sus manos ha estado el triunfo postmortem de la derecha pacífica; pero no gobierna porque no quiere. Eso ha dicho. La vida no le da para hacer tantas cosas. Feijóo sería el hombre gracioso con gafas, el Woody Allen de Génova, 13, si no fuera porque solo le queda la mentira como argumento. Sin embargo, la mentira en serio no es graciosa.
El lenguaje de la actual derecha española no se entiende, no hay manera de comprenderlo, pues nuestra derecha contemporánea nunca ha hablado claro. Su historia se inaugura con ese farfulleo de Fraga, su hablar atropellado. A Manuel Fraga le tocó una época con prisas, había que salir por patas del franquismo y coger al vuelo el último tren hacia la democracia. Fraga declamaba como un tecnócrata, es decir, pensaba que no había nada que decir, pues ya haría luego lo que hiciera falta sin dar explicaciones, y por eso solo le entendemos cuando dice garbanzos, cesta de la compra, y cosas normales. En Fraga, que repite todo el rato que hay que apretarse el cinturón, el emblema son unos tirantes. Fraga, como no usa cinturón, cree que tiene correa para rato. Acabará en Galicia, de donde sale el viejo espectro en forma de Feijóo, pringoso de Nivea.
Con José María Aznar, los tirantes se convierten en bigote. Al principio, a Aznar se le entiende lo que dice, pues habla con la chulería de un capataz que va a zamparse un cocido maragato (los idiomas incomprensibles los deja para la intimidad); pero al final también Aznar acabará hablando raro, ininteligible. Hablando como para sí mismo. La derecha es un monólogo ininterrumpido, y por eso nunca está abierta al diálogo. A medida que se distingue menos la pronunciación de Aznar, su bigote va volviéndose transparente. Más exactamente, translúcido. Aznar es un Sansón del bigote. Cuando se lo cortan, pierde la fuerza. O quizá aquí fuera al revés. Definitivamente, hoy Aznar ha cambiado la palabra por esa risa de muñeco viejo. En vez de hablar, se carcajea, como las pesadillas del pasado.
La barba de Rajoy puso punto y final a generaciones de bigotes. Lo único que podían hacer los rojos, dejarse barba, porque era gratis, volvió a ser potestad de las derechas. De la barba de Rajoy, viene la de Abascal. Mariano rompió un tabú. Mariano Rajoy también quiere dejar atrás la larga tradición del farfulleo conservador; pero descubre, horrorizado, que al hablar solo le salen disparates. Se tapa la boca con las dos manos, pero los micros de los periodistas le obligan a comprometerse, a pronunciarse una y otra vez. A su pesar, Mariano Rajoy únicamente es capaz de expresarse mediante frases carentes de sentido. Ha intentando lo contrario. Lo ha puesto todo de su parte. Ha practicado leyendo el Marca en voz alta, pero no ha habido manera. Así, cuando Pedro Sánchez le monta la moción de censura, en vez de quedarse en el Congreso a seguir diciendo tonterías, Rajoy prefiere irse por ahí a comer bien. Al fin y al cabo, es un hombre de principios. El alcalde, los vecinos..., sabrán comprenderle.
Corramos un tupido velo sobre Pablo Casado. Parecía que tenía su punto, pero los puntos eran porque se comunicaba en morse. Más que un lenguaje, Casado empleó un código, que nadie quiso compartir. Lo suyo no fue una carrera, sino un telegrama.
De las tonterías de Rajoy, vienen las mentiras de Feijóo. Una mentira es una tontería con asesor. A la gente le gustan mucho las mentiras, porque podemos repetirlas sin necesidad de creérnoslas. Esto con las tonterías no pasa. Si las repites, quedas como el culo. Aunque sean verdad. La gran mentira de Feijóo, y también de la extrema derecha, y por supuesto de los populistas, es que dicen que hablan claro. “Estos sí que dicen las cosas claras”, ahí está el principal argumento de sus votantes. Las mentiras son más claras que las verdades, del mismo modo que el bigote de Aznar resultaba más claro cuanto menos bigote era.