La próxima etapa de la vida política en Catalunya estará presidida por el diálogo. El problema –un problema muy de estos tiempos– es que posiblemente el diálogo se produzca fuera de la política, o al menos fuera de las instituciones, porque los poderes públicos no están en una situación óptima para ejercer su papel de representantes de la ciudadanía. Es difícil que las elecciones del 21D alteren significativamente el equilibrio de fuerzas; y es aún más difícil que el gobierno español renuncie a su ADN autoritario para abrir una etapa de negociación con unos partidos a los que considera hostiles y sediciosos.
Con consellers y activistas encarcelados, cientos de alcaldes imputados o amenazados, pero también con un evidente déficit de credibilidad, el independentismo no quiere seguir sintiéndose prisionero de sus urgencias. Su objetivo es ganar el 21D para lamerse las heridas, reagrupar fuerzas, terminar con la amenaza que pesa sobre instituciones y personas. Cortoplacismo obligado. Seguramente obtendrá la victoria, más o menos matizada por el PSC y Catalunya en Comú. Porque los votantes independentistas pueden estar decepcionados con los suyos, incluso estar asustados por la represión; pero el llamado bloque del 155 les ha dejado muy claro cuál es la alternativa. Y no hace falta ser independentista para rechazar la política represiva del PP, la impunidad de la ultraderecha y el afán torero de humillar a unos dirigentes que, aunque fueran increíblemente torpes en octubre, siguen representando al sufragio popular.
ERC y la candidatura de Puigdemont se han apresurado a declarar que primarán la vía del diálogo bilateral por delante de la unilateralidad. Es un matiz interesante, aunque no les queda otra, porque el recuerdo de la república fake está demasiado cercano. Pero en España la bilateralidad es un privilegio reservado a los vascos (mejor no preguntarse por qué). Así que, aunque se forme un nuevo gobierno independentista, no se engañen: no habrá diálogo. Rajoy se limitará a combinar el palo y la zanahoria para retornar, pasito a pasito, a la situación de hace dos años. Una exhibición de jerarquía con la que se relamerán algunos patriotas, pero que no nos acercará a una solución duradera sobre el estatus político de Catalunya. Lo cual favorece el discurso y los intereses del bloque de centroderecha, PP y Ciudadanos, que, en circunstancias normales, con la corrupción presente y la quiebra de las pensiones a la vuelta de la esquina, debería verse en una situación mucho más comprometida.
No habrá negociación entre gobiernos, y la brecha catalana entre legitimidad y legalidad posiblemente se agrandará. En cambio, habrá mucho diálogo en Catalunya. Los catalanes lo necesitan y lo añoran. La sociedad catalana es mucho más plural que la española, por el simple hecho de que Catalunya está llena de españoles, mejor dicho, de catalanes que también se sienten españoles, ya sea por convicción o por origen. En el centro del terreno de juego catalán –que es donde empezó el Procés– sigue existiendo un consenso sobre el carácter nacional de Catalunya, su pluralidad, su legítima aspiración a una mayor soberanía, la construcción de un modelo social inclusivo y el derecho a decidir su relación política con España. Es muy importante que este diálogo se produzca, y se busquen puntos de encuentro no sólo en cuanto el método –el famoso referéndum– sino también a qué opciones hay que votar, es decir: Qué significa la independencia y qué modelo de relación con España puede convertirse en una alternativa realista. El diálogo interior es el primer paso para la confección de mayorías amplias, imprescindibles para la buena salud democrática y cívica del país. El clima social catalán lo agradecerá. Ahora bien: que todo ello sirva de algo, con el PP y sus satélites en el poder en Madrid, es harina de otro costal.