Hace unos días salió publicado que el obispado de Salamanca ha pedido a las hermandades de Semana Santa que eviten usar expresiones andaluzas durante las procesiones arguyendo que “suenan mal”.
Aunque es una noticia aparentemente local y sin otro interés que el de seguir los cotilleos de los cofrades y capillitas salmantinos, lo cierto es que recoge uno de los estereotipos lingüísticos más extendidos: lo mal que hablan los andaluces. El mito llega hasta tal punto que no son pocos los andaluces que lo han interiorizado y están convencidos de que hablar como ellos lo hacen es “hablar mal”:
En respuesta, existe un cierto contramovimiento de andaluces comprensiblemente indignados que, tras años de cachondeíto autonómico, afean su actitud a quienes ven el seseo en el ojo ajeno y no el laísmo en el propio:
En España tenemos un problema con la diferencia lingüística. Toda forma de hablar que se aleje del acento que supuestamente se considera neutral (básicamente, el castellano de la zona central de la Península) nos hace arrugar la nariz. Pero en estas olimpiadas del desprecio lingüístico, la variedad andaluza ha salido particularmente malparada. En el imaginario colectivo sigue vigente la idea de que el acento andaluz es propio de personas incultas. La representación recurrente y estereotipada de los andaluces en los medios de comunicación ha contribuido a afianzar el estereotipo. El acento andaluz en la ficción audiovisual nacional sirve fundamentalmente para caracterizar al personaje graciosillo, al inculto, al pobre.
Y es que el acento andaluz en los medios de comunicación es aceptable siempre que lo usen folklóricas, toreros y cómicos. Los Morancos pueden tener acento andaluz, pero Velázquez y Picasso (andaluces ambos) hablan un perfecto castellano mesetario en la serie El Ministerio del Tiempo. El personaje de Merche en Cuéntame tuvo acento andaluz en los primeros episodios de la serie, pero finalmente se descartó.
Para visibilizar la falta de representación lingüística en la ficción audiovisual que nos rodea, el investigador de la UPF Jorge Diz ha propuesto recientemente el test de Bérber, una prueba inspirada en el test de Bechdel que mide la presencia femenina en las obras de ficción. Siguiendo la misma lógica que el test de Bechdel, una serie o película pasa el test de Bérber si hay al menos dos personajes que hablen en una variedad lingüística no estándar entre ellos y con un objetivo que no sea cómico o de exclusión. Resulta desolador descubrir hasta qué punto la variedad lingüística está infrarrepresentada en la ficción audiovisual española.
En el gremio de presentadores la cosa tampoco anda mucho mejor en lo que a variedad lingüística se refiere: es sorprendente lo que cuesta imaginar a locutores de telediario dando las noticias en la tele pública nacional hablando con un acento que no sea el estándar precocinado. Resulta refrescante escuchar a la presentadora de Masterchef Eva González hablando antes de que se le llenara la pronunciación de eses forzadas o descubrir al que fue durante años el hombre del tiempo en TVE1, José Antonio Maldonado, sesear en una entrevista informal en CanalSur. Bajo todos esos frentes de altas y bajas presiones, se escondía un seseante disfrazado de mesetario.
¿Por qué Eva González tiene que maquillar su acento natural bajo capas de dicción impostada cuando habla en TVE-1? En último término, la idea que subyace a la operación de cosmética fonética a la que se somete a quienes hablan con acento andaluz en la televisión nacional es que hay formas de hablar que son aceptables en la esfera pública y variedades de segunda que, aunque pueden tener gracejo, deben permanecer en el ámbito de lo doméstico porque no son serias o válidas. Pero el origen de este doble rasero es una cuestión de poder, no de lengua.
Aunque repetido hasta la saciedad, no es cierto que existan variedades de español que sean objetivamente mejores y peores. ¿Mejores para qué? ¿Según quién? ¿Cómo y quién determina esos supuestos estándares de pureza y perfección lingüística (que huelen más a xenofobia y clasismo que a fundamento lingüístico)?
Lo que los hablantes percibimos subjetivamente como acentos buenos y malos suele ser producto de la influencia cultural y del poder recalcitrante que dejaron ciertas regiones históricamente hegemónicas. El habla de Castilla se convirtió en la de prestigio porque era la forma de hablar propia del lugar de donde emanaba el poder. El acento de la clase dominante pasó a tener prestigio social y se convirtió a ojos del conjunto de los hablantes en deseable, mientras que las formas de hablar de las zonas alejadas de los centros de poder pasaron a ser consideradas provincianas y propias de gentes pobres e incultas.
Nos gusta hablar como habla la gente importante y burlarnos o criticar al que habla de forma diferente. Pero esta es una cuestión social; no hay nada inherentemente mejor o peor en ninguna de las variedades, y, de hecho, qué variedades se consideran de prestigio va cambiando con la historia. El filólogo Nacho Iribarnegaray (más conocido como Vanfunfun en YouTube; sí, hay youtubers que hablan de filología) explica en esta maravilla de vídeo cuáles fueron los avatares históricos y lingüísticos que dieron lugar a las particularidades de las variedades andaluzas y cómo surgieron los estereotipos que hoy arrastramos y perpetuamos. Sin embargo, aunque ningún lingüista serio defendería la existencia de variedades de español buenas y malas, los cuñados de la lengua siguen proclamando con entusiasmo que el mejor español es el de Valladolid y que los andaluces hablan fatal.
La televisión tiene un enorme poder en lo que a representación y normalización cultural se refiere. De la misma manera que esperamos que la televisión pública recoja los distintos intereses y sensibilidades de la población, sería muy deseable ver reflejado y celebrado todo el abanico de diversidad lingüística de la sociedad en que vivimos y abandonar de una vez el monocultivo del castellano central que copa nuestras pantallas. Y hoy, día de Andalucía, es un buen día para reclamarlo.