A mediados de la década de 1980, viví dos años consecutivos en Beirut y allí me casé con una libanesa, la madre de mis dos hijas. Lo digo en aras de la transparencia: sobre el país de los cedros escribo desde una subjetividad a flor de piel. Me gusta el Líbano y aún me gustan más los libaneses, gente tan sufrida y resistente como jovial y enamorada de la vida. Me duelen, pues, sus sufrimientos, los últimos, nuevo fruto de la brutalidad de Israel: terrorismo de Estado con buscas explosivos, bombardeos aéreos sobre una país sin defensa antiaérea.
La geografía es la bendición y la maldición del Líbano. Un rincón oriental del mediterráneo cercado por altas montañas y con una costa abrupta de calas rocosas. En lugar tan hermoso nació esa civilización de grandes navegantes y comerciantes que llamamos los fenicios. Allí encontraron refugio, ya en nuestra era, muchas de las minorías perseguidas en Oriente Próximo: cristianos maronitas y greco-ortodoxos, musulmanes chiís, drusos… Terminaron formando el país más plural, tolerante y vitalista de la región. Hasta que todas sus comunidades se abalanzaron unas sobre otras en las guerras civiles de 1975-1990.
El detonante de esas guerras fratricidas fue la presencia en el Líbano de cientos de miles de palestinos huidos de las limpiezas étnicas de Israel, y que desde allí pretendían combatir a su opresor. Y es que la geografía también es la maldición del Líbano contemporáneo desde que, tras la Segunda Guerra Mundial, se creó al sur de sus fronteras el Estado de Israel en lo que era el Mandato Británico de Palestina. Los palestinos, los libaneses y otros pueblos árabes llevan ocho décadas pagando la factura de la barbarie antisemita europea.
Cuando en 1986 llegué a Beirut, el sonido de la ciudad era el de los cañonazos, los tiroteos y los coches bomba desde ya hacía una década. Las tropas israelíes habían invadido el Líbano en 1982 para expulsar a las milicias armadas palestinas, y lo habían conseguido. Pero los aviones con la estrella de David en el fuselaje sobrevolaban continuamente el cielo libanés rompiendo la velocidad del sonido, y sus soldados ocupaban la franja meridional del país. Por la liberación de esa franja meridional, de habitantes mayoritariamente chiís, luchaba Hezbolá, la entonces joven milicia creada con el padrinazgo del Irán de Jomeini.
Yo temía a Hezbolá en mi bienio beirutí. Se había especializado en secuestrar a los pocos periodistas, diplomáticos y trabajadores de organizaciones humanitarias que habitábamos en Beirut. Para intercambiarlos por dinero o por favores a Irán, entonces en guerra con el Irak de Sadam Hussein. A mí no lograron secuestrarme, alhamdulilá, pero sí a periodistas amigos como el francés Roger Auque. Pero ni tan siquiera entonces tildaba yo en mis crónicas a Hezbolá de organización terrorista. Practicaba el terrorismo, sí, pero su objetivo era la liberación del sur del Líbano y la mejora de la condición política y socioeconómica de la comunidad chií, que por mor de la demografía ya era la más numerosa del país. Una de las razones de su éxito popular era, precisamente, la ayuda humanitaria que, con el dinero iraní, prestaba a los chiís libaneses.
Beirut y Líbano se habían convertido en el epítome mundial del horror. Pero los libaneses nos admiraban a los extranjeros que convivíamos con ellos por su extraordinaria capacidad para vivir entre bombardeos, tiroteos y secuestros, y para hacerlo lo más humorística y gozosamente que fuera posible. Seguían precariamente con sus trabajos, sus estudios, sus bodas, sus bautizos si eran cristianos, las circuncisiones de sus hijos si eran musulmanes, sus fiestas. Al menor alto el fuego, ya te estaban invitando a una fiesta.
Hice en Beirut amigos y parientes libaneses y forjé vínculos con corresponsales como Tomás Alcoverro, Marie Colvin, Juan Carlos Gumucio, Emilio Arrojo y Robert Fisk. Cuando me fui de la ciudad, siguieron hasta 1990 las guerras civiles. Y también los atentados, como el cañonazo sirio intencionado que en 1989 mató a Pedro de Arístegui, el embajador que había celebrado mi matrimonio en el Palacio Chehab. La vecindad oriental de la Siria del clan Asad ya era entonces, y lo sigue siendo hoy, otra desventura geográfica del Líbano.
Israel volvió a invadir el país de la madre de mis hijas en 2006. Usó el mismo pretexto que ahora: acabar con Hezbolá. Empleando todo el poderío de los servicios de espionaje y las Fuerzas Armadas más temibles del planeta. Sin la menor piedad ni el menor respeto a las reglas de la guerra, que también las hay. Israel piensa que todo vale, incluso el crimen, para aterrorizar a los árabes de Oriente Próximo, para hacerles ver quién manda en la región. Es triste que el país que se dice heredero de las víctimas del Holocausto no tenga el menor reparo en heredar el espíritu de victoria a toda costa de los autores del Holocausto.
Israel no pudo con Hezbolá en 2006 y quizá tampoco pueda ahora. Y si en 1982 expulsó del Líbano a Arafat y sus fedayines, tampoco pudo terminar con la resistencia palestina. Arafat buscó la paz de los dos Estados con los Acuerdos de Oslo de 1993, pero un fanático judío mató al primer ministro israelí Isaac Rabin y se desvaneció la esperanza. Un ultra belicista llamado Netanyahu se hizo con el poder en Israel y los viejos fedayines de la OLP fueron sustituidos por los extremistas de Hamás.
Los conflictos de Oriente Próximo no comenzaron el 7 de octubre del pasado año. Ni terminarán ahora. Aquí mismo predije hace un año que continuará el horror. Teniendo el escudo protector de Estados Unidos, sus cobardes aliados europeos y los desvergonzados dirigentes árabes, Israel puede hacer lo que le venga en gana. A uno y otro lado de sus fronteras. Ya Haram Lubnan, pobre Líbano.