Respecto a la cuestión catalana, a lo largo de estos dos largos últimos años creo que la mayor parte de los españoles hemos pasado por diferentes estados de ánimo, algunos poco confesables en público. La tensión general y la suma de posturas provocativas, disparatadas, inasumibles, violentas, retrógradas, folklóricas o sobreactuadas acaban por arrastrarte a una tentación irresistible: intentar apartarte de todo por puro hartazgo. Basta un dato para comprobar este generalizado estado de ánimo: las audiencias televisivas cuando se aborda el conflicto catalán son cada vez más bajas.
Como es fácilmente apreciable, este fenómeno no afecta a los dos sectores que viven de alentar y promover el enfrentamiento. En Cataluña, después de más de dos años de incesante movilización y de un activismo político y social de alta intensidad, el resultado es persistente: el apoyo al independentismo unilateral no ha crecido un ápice. Incluso en los últimos meses se aprecia un ligero descenso en los estudios que publica la Generalitat. En el sector anticatalán, la situación es bastante similar. Aquellos que no reconocen la existencia de una España diversa y plural viven y realimentan su propio infierno. Advierten con todo tipo de aspavientos y desvaríos que España se rompe y se deja en manos de los separatistas y de paso también de los terroristas que hace años que dejaron de existir en nuestro país. Los dos frentes han visualizado su presencia muy por encima de su representatividad real. La fascinación que los medios tenemos por colocar las cámaras delante de contenedores incendiados y de grupos de exaltados robando la bandera española como símbolo de pertenencia a una sociedad privada y aislada ha terminado por crear una falsa percepción. Esos dos frentes no muestran la realidad. Son una pequeña parte de una realidad mucho más amplia, más diversa y más democrática.
El problema radica en que muchos ciudadanos hemos cometido el error de ausentarnos de un incómodo debate. Personalmente, he participado en desagradables y encendidos coloquios en los que en los últimos tiempos he optado por mantenerme en silencio y esperar a que la trifulca habitual terminara una vez repetidas las mismas argumentaciones de siempre. Consideraba erróneamente que dignificaba mi posición mostrar el hartazgo de alentar una confrontación repetitiva sin posibilidad alguna de encuentro. Ahora me he convencido de que cometía una torpeza. Hemos dejado monopolizar el debate sobre el conflicto catalán a Puigdemont y compañía, por un lado, y a Abascal y sus correligionarios, por otro. Hemos dejado todo el protagonismo a las fuerzas que precisamente coinciden en dos postulados fundamentales: defender el máximo conflicto posible y trabajar por finiquitar el modelo de una España diversa y plural que fomente la convivencia entre iguales y diferentes, entre unos y otros.
En este punto, he tomado la decisión de mostrar públicamente que me he hartado de estar harto. A partir de ahora, creo que ha llegado el momento de renunciar al silencio, a la pasividad. El absurdo e inútil enfrentamiento entre quienes quieren destruir la base de nuestra convivencia apacible y democrática tiene lugar en nuestro territorio, en nuestros hogares, en nuestros encuentros familiares, en nuestras reuniones de amigos, en nuestro entorno laboral, en nuestras calles. Ya está bien. Debe llegar el momento de imponer la paz, de exigir el diálogo, de obligar a buscar un acuerdo. Es un grave error confundir el buen tono con la inacción. Es una torpeza creer que la autocontención servirá para que los radicales detengan sus excesos. Deberíamos demostrarles que somos muchos más quienes defendemos la coexistencia entre quienes no pensamos de la misma manera, entre quienes no pretendemos exigir a los demás que reconozcan nuestra siempre discutible razón.
Esta semana pasada hemos visto, por vez primera en mucho tiempo, imágenes que llegaban desde Cataluña de responsables políticos y sociales de diferente signo y con distintas posturas respecto a la cuestión que se sentaban a hablar. Se daban la mano, incluso sonreían amablemente frente a las cámaras. Desde mi absoluta y particular intimidad, me sentí reconfortado. Más convencido de lo que hoy pienso me sentí cuando oí desde los dos sectores más radicalizados mostrar su indignación ante la posibilidad de que la inmensa mayoría de españoles y catalanes podamos aspirar a conseguir que lo civilizado supere al exabrupto, que lo sensato deje atrás la sinrazón, que la serenidad aplaste la ira.
Estos días promuevo entre mis amigos un levantamiento moral frente al hartazgo. Defiendo que si hay alguien más que esté harto de estar harto lo diga en voz alta. Que apoyemos a quienes intentan proclamar que gente con más elementos en común que discrepancias superen la quiebra de su confianza. Por mi parte, tengo enormes contradicciones con mis propias ideas cada día. No estoy en condiciones de exigirle a nadie que renuncie a sus convicciones. Pero sí que me gustaría compartir con los que me rodean recuperar el placer de una conversación amable, de una intensa discusión enriquecedora y de la confirmación de que hay tantas maneras de ver el mundo que solo desde la suma de todos los puntos de vista encontraremos la más satisfactoria y sólida forma de convivir. ¡Hartémonos de estar hartos!