Obviemos a los presidentes por accidente –Ángel Garrido y Pedro Rollán, que llegaron al cargo por vicisitudes diversas y hoy son venerables jubilados de la primera línea política– y vayamos a la historia reciente de la Comunidad de Madrid.
Cristina Cifuentes (2015-2018) que encarnaba la regeneración en el PP y en el Gobierno regional tuvo que dimitir cuando elDiario.es desveló que le habían regalado un máster en una universidad que no había pisado nunca, sin examinarse, sin tratar con los profesores ni conocer a los alumnos. Fue su muerte política, aunque ahora contribuye a su manera en las tertulias de Telecinco, donde acostumbra a dar algunas lecciones de ética para cargos públicos.
Se suponía que Cifuentes venía a regenerar lo de antes.
Su predecesor, Ignacio González (2012-2015) acabó en la cárcel como supuesto cabecilla de la Operación Lezo, que indaga en los amaños de contratos, mordidas y compraventa de empresas en el extranjero desde el Canal de Isabel II, la empresa pública que gestiona el agua de Madrid. La Audiencia Nacional siguió el rastro del dinero y encontró 5,4 millones de euros y distintas propiedades que los investigadores atribuyen a testaferros suyos. La Fiscalía pide para González ocho años de cárcel por su papel en la trama del Canal de Isabel II y otros cuatro por la adjudicación del tren de Navalcarnero.
La segunda gran red de corrupción destapada en los últimos años en la región se llama Púnica por la traducción al latín del apellido de Francisco Granados, quien, junto a González, era el otro delfín de Esperanza Aguirre. A este otro vicepresidente de la Comunidad –que como González fue secretario general del PP regional– se le encontraron cuentas en Suiza y un millón de euros en efectivo en un altillo de la casa de la familia de su mujer. Cuando la policía registró el chalé, el suegro de Granados alegó que en su casa “entra mucha gente” y que el dinero podría ser “del fontanero” o lo pudo dejar olvidado un “montador de muebles de Ikea”. Los investigadores consideran mucho más probable que saliese de los tejemanejes de Granados, quien ya ha recibido una primera condena de dos años de cárcel por beneficiarse del chivatazo de un guardia civil que lo avisó de las investigaciones en marcha. Según su antiguo colaborador y hoy archienemigo, el empresario David Marjaliza, también acusado de gravísimos delitos, Granados le pidió a raíz de eso quemar todos los documentos al aire libre aprovechando “un día de niebla”. Entre ambos sumaban 11 millones de euros en cuentas de Suiza y Singapur. Granados está acusado de “formar parte de una organización criminal dedicada a perpetrar delitos de blanqueo, contra la Hacienda Pública, falsedad documental, cohecho y tráfico de influencias”.
La jefa de González y Granados y la persona que los aupó a esos puestos fue Esperanza Aguirre, también imputada por “un plan fraguado con sus consejeros de confianza” para desviar fondos públicos al pago de sus ambiciosas campañas electorales. Aguirre, que gobernó la Comunidad entre 2003 y 2012 y presidió el PP regional hasta 2014 sin que nadie pudiera toserle, contó al juez el pasado 18 de octubre que entre sus funciones no estaba controlar el dinero del partido. Y que al gerente del PP de Madrid, Beltrán Gutiérrez, apenas lo trató durante el tiempo en que ella fue la líder. Sobre sus dos delfines irreconciliables entre sí, a los que Aguirre había entregado en distintas épocas todo el poder del PP madrileño y de la Comunidad hasta el extremo de dejar a González como sucesor, pues que vaya decepción y qué falta de reflejos no haber sospechado nada.
A estas alturas ya está claro que la sede donde hacían vida todos ellos, en el número 13 de la calle Génova en Madrid, se reformó de arriba abajo con el dinero negro que todavía quedaba tras pagar las campañas, sacar maletines a Suiza y a los altillos de las casas familiares y correr con el tren de vida de Correa, el Bigotes y demás secundarios de las tramas del PP. Cómo habrá sido la cosa para que Pablo Casado haya decidido la mudanza, aburrido de dar ruedas de prensa sobre higiene democrática en una sala de prensa pagada en B.
Todo lo anterior son datos que salen de los sumarios judiciales y de investigaciones de la Policía y la Guardia Civil. Pero en el Matrix en que se ha convertido la política madrileña, el partido responsable de todo eso y su coro mediático advierten cada mañana sobre los riesgos de que el Gobierno de la región caiga en manos de la izquierda.
Un mensaje apocalíptico trufado de supuestos escandalillos que colean un par de meses entre titulares y tertulias antes de estrellarse en los juzgados: hoy es un tabique en la casa de Pablo Iglesias, ayer una supuesta contabilidad en B de la que oyó hablar pero no tiene pruebas un abogado despedido, mañana quién sabe qué...
La corrupción del PP de Madrid está tan interiorizada que ni siquiera salió a colación en el único debate de la campaña, el de la televisión pública el pasado miércoles. Y eso que la candidata del PP es un producto de aquella era. A Isabel Díaz Ayuso, que tuvo un fugaz paso como viceconsejera de Presidencia en el Gobierno de Cifuentes, le nacieron los dientes en política con Aguirre, hasta el punto de que llegó a ejercer como community manager de su perro Pecas.
Ayuso se enfrenta el 4 de mayo a Ángel Gabilondo, catedrático de Metafísica con una tesis doctoral sobre Hegel y exministro de Educación. A una anestesista del Hospital 12 de octubre llamada Mónica García, que ha encarnado la voz de los sanitarios en lo peor de la pandemia. Al exvicepresidente segundo del Gobierno Pablo Iglesias y al anterior jefe de Penal de la Abogacía del Estado, Edmundo Bal. También –se supone, aunque enfrentarse tal vez sea mucho decir– a Rocío Monasterio, candidata de la extrema derecha que hizo negocios firmando proyectos de arquitectura sin tener el título para vender lofts de lujo en suelos no residenciales del centro de Madrid.
Pues a tenor de lo que se lee en editoriales y portadas, y replican las tertulias mañaneras en la radio y televisión, el peligro de estas elecciones es que no repitan Ayuso y ese PP de Madrid que lleva gobernando desde 1995 (con el resultado antes descrito) y que solo estuvo a punto de dejar de hacerlo en 2003... hasta que lo impidió el 'tamayazo'.
La caricatura a la que se ha abonado una parte de la derecha mediática –sería interesante saber qué parte de su cuenta de resultados depende de los 20.000 millones de presupuesto anual que maneja Ayuso– trata de convertir ahora a ese catedrático de Metafísica que no tuvo más remedio que presentarse en el cartel electoral como “serio, soso y formal” en un peligroso extremista capaz de implantar en Madrid el régimen bolivariano que Pedro Sánchez –esto se da por hecho ya– ha instaurado en el resto de España.
Que el lema de la presidenta “comunismo o libertad” haya calado en la campaña de la región que más víctimas y más contagios acumula en números absolutos durante la pandemia da idea del dislate. Lo explicaba bien esta semana un tuit del concejal de Más Madrid Miguel Montejo: “Nos prometen una cosa que ya tenemos, la libertad, para hacerle frente a una amenaza que no existe, el comunismo”.
A no ser que la amenaza del comunismo la represente Yolanda Díaz, una de las ministras mejor valoradas del Gobierno, que no deja de firmar pactos con organizaciones tan sospechosas de izquierdismo antisistema como la CEOE.
Ayuso ha hecho de la confrontación con Sánchez, y por analogía con los otros presidentes autonómicos de su partido y a veces incluso con la evidencia científica, su razón de ser en política. Y ya ni siquiera extraña ver a tertulianos en televisión alegar que no hay estudios epidemiológicos que concluyan que en el interior de los bares el virus se contagia más.
Aquí puede verse un modelo matemático del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) – hay decenas más publicados por medios de todo el mundo–, aunque probablemente ninguno a la altura de la reflexión científica del tertuliano medio madrileño.
En la interminable campaña electoral de Ayuso –que no empezó hace una semana sino muchos meses antes– ha propuesto de todo: comprar vacunas rusas por su cuenta a un intermediario viejo amigo de Pablo Casado para decir al día siguiente que su propósito era que llegasen antes a toda España. Su Gobierno ha mantenido cerrados los centros de atención primaria después de anunciar que vacunaría de lunes a domingo, mañana, tarde y noche. Y la presidenta ha dicho que si la dejasen a ella, ya estarían vacunados el 100% de los madrileños y que la culpa de que no se haya avanzado más es del Gobierno central (en un momento en el que la Comunidad ni siquiera había suministrado todas las dosis que el Ministerio de Sanidad le había hecho llegar de los lotes que proceden de Europa). Para ser justos, Madrid fue la primera Administración que generalizó la compra de test de antígenos, una prueba que se ha demostrado eficaz y que luego copiaron otros gobiernos.
Pero Ayuso es también la presidenta que dijo haber medicalizado las residencias en los primeros días de la pandemia y que fue desmentida por su propio consejero de Asuntos Sociales, Alberto Reyero, de Ciudadanos, al que acabó quitando las competencias después de que este pidiese ayuda al Ejército para hacer frente al caos de los geriátricos. La ahora candidata del PP dijo primero que los militares carecían de medios para participar en esa tarea y luego acabó solicitando la intervención de la UME. La misma dirigente que puso en marcha la “operación Bicho” para medicalizar, a finales de marzo, las residencias que, según ella misma había dicho semanas antes, ya estaban medicalizadas; la presidenta que acabó encomendando esa labor a una persona sin ninguna experiencia en el sector sociosanitario, Encarnación Burgueño, hija del ideólogo de la privatización sanitaria. El fiasco en que resultó todo aquello quedó recogido en las actas de la comisión de investigación abierta en la Asamblea de Madrid: mientras los trabajadores se quejaban de la falta de medios para medicalizar las residencias, Burgueño se felicitaba en unos audios de WhatsApp sonrojantes presumiendo de que, a este paso, lograría tener su propia empresa para ser “los reyes y los amos de la gestión sociosanitaria en Madrid”.
La Operación Bicho que había comenzado el 26 de marzo cuando la región contaba 1.150 mayores fallecidos en los geriátricos, duró 12 días. Cuando se cerró, la cifra de muertos ascendía a 4.200.
Cuando por fin se fue levantando el confinamiento por territorios en función de los datos de cada comunidad autónoma, el Gobierno de Madrid inició su enésima guerra contra el Gobierno central. La tesis general era que Pedro Sánchez, castigaba a Madrid con motivos partidistas.
Aclaración: la primera comunidad a la que el Ministerio de Sanidad levantó restricciones fue Galicia, la presidía Alberto Núñez Feijóo y tenía unas elecciones a la vuelta de la esquina.
La eterna refriega de Ayuso contra Sánchez dejó víctimas colaterales. Por el camino dimitió la directora general de Salud Pública, Yolanda Fuentes, contraria a que Madrid solicitase el cambio de fase con aquellos datos de contagios e incidencia acumulada.
Corrían semanas en que los barrios más acaudalados salían a la calle clamando “libertad” al Gobierno central e Isabel Díaz Ayuso advertía a Sánchez que “cuando la gente salga de verdad, lo de Núñez de Balboa le va a parecer una broma”.
Todo lo anterior está en las hemerotecas, pero, en el Matrix de Madrid, la presidenta de la Comunidad que se ha visto más desbordada por la crisis se presenta estos días como un ejemplo de gestión con “hospitales que asombran al mundo” y medidas que le copian los países europeos. La respuesta del Gobierno regional a la pandemia ha sido coherente con las últimas tres décadas de gestión del PP: hacía falta personal y lo que se contrató fue más hormigón, probablemente porque los contratos a médicos y enfermeras no se pueden inaugurar. El Zendal, ese proyecto que iba a costar 50 millones de euros y ya va por más del doble, al que los sanitarios insisten en que no se le puede llamar hospital porque con sus actuales medios está lejos de serlo.
“Socialismo o libertad” sigue clamando Ayuso para que periodistas y políticos debatamos sobre eslóganes, en lugar de hacer una reflexión profunda sobre el modelo de servicios públicos, sobre el colapso de las residencias y hasta qué punto han hecho daño los recortes en sanidad y educación.
Al Matrix de Madrid se suma también la contribución de la líder de Ciudadanos, Inés Arrimadas, y su candidato de crisis, Edmundo Bal, cuando repiten que la coalición “funcionaba bien”. Cabría preguntarse qué entienden entonces por funcionar mal, cuando hablan así de un gobierno en el que algunos consejeros no se dirigían la palabra, que fue incapaz de sacar adelante un solo presupuesto y que aprobó una única ley –casualidad, la enésima reforma de la ley del suelo–, en el que las dos alas de la coalición se intercambiaban correos electrónicos (que luego se filtraban a la prensa) en los que se acusaban de dar instrucciones para no atender a los ancianos en las residencias. Ese “gobierno que funcionaba bien” fue el que se acabó de un día para otro Isabel Díaz Ayuso convocó elecciones sin consultarlo con sus socios y destituyó al vicepresidente y todos los consejeros de Ciudadanos mientras el PP iniciaba una opa para quedarse los restos del naufragio.
En el Matrix de Madrid, la idea de Ciudadanos –que no ha llegado a recuperarse de la política de pactos impuesta por Albert Rivera en 2019– es “quedarse en el centro” y repetir la coalición con Ayuso, quien, en una de sus más célebres frases de la campaña, dijo: “Cuando te llaman fascista es que estás en el lado bueno”. Y dentro de esa apabullante ficción colectiva, algunos partidos y medios llaman clase media a las familias que heredan más de un millón de euros por hijo restando la vivienda habitual.
En una de las pocas medidas de su programa que ha presentado la candidata popular anunció otra rebaja más en el impuesto de sucesiones para que no lo paguen tampoco los sobrinos que heredan de sus tíos o los hermanos. Las cifras las facilitó el propio PP de Madrid y son elocuentes: 30 millones que beneficiarán cada año a 11.000 personas. Los otros 6,7 millones de habitantes podrían disfrutar con ese dinero de 500 médicos más u 800 profesores pero quién quiere de eso si puede soñar con formar parte del 0,16% de los madrileños que puede recibir esas herencias. Todo el resto de la campaña fue glosar “la libertad” de una región que lo mismo te permite no toparte de frente con un ex incómodo que hacer la compra en domingo.
Con todo lo que ha pasado en estos dos años (y las dos décadas anteriores), una sociedad madura debería estar debatiendo en la primera campaña electoral que se celebra en Madrid tras el estallido de la pandemia sobre cómo poner los medios para que una desgracia así no vuelva a repetirse, cuáles deben ser las prioridades en la difícil recuperación económica y acerca de cómo repartir los esfuerzos para afrontar el día después. Más, en una autonomía que sus gobernantes de hasta ahora bautizaron como “la locomotora de España” y que está entre las tres que menos invierten en Sanidad y Educación. En lugar de eso, la discusión se ha instalado en Matrix.
Postdata: Todo lo anterior estaba escrito antes de que el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, la directora de la Guardia Civil, María Gámez, y el candidato de Unidas Podemos, Pablo Iglesias, recibiesen amenazas de muerte con balas para ellos y para sus familiares dentro de un sobre. El Matrix de Madrid tampoco ha defraudado esta vez: los mismos que abrían periódicos con pintadas en negocios familiares de políticos más de su gusto se esfuerzan ahora en decir que no hay para tanto y que los extremos nunca son buenos. (Entiéndase por extremos: los amenazados de muerte y los que banalizan las amenazas. Como extremos fueron antes los familiares que quieren sacar a sus descendientes de las fosas del franquismo y los integrantes de la Fundación Francisco Franco). Y empiezan a abrirse apasionantes debates sobre la eficacia de los escáneres en los edificios públicos y supuestas negligencias de los servicios de seguridad de los amenazados.
De vez en cuando, además, en el Matrix de Madrid, algunos se preguntan quién habrá alimentado este auge de la extrema derecha.