Los herbicidas conforman el grupo de productos fitosanitarios cuya finalidad es la de eliminar, especialmente en la agricultura, las mal denominadas “malas hierbas”, es decir, las que crecen de manera espontánea y pueden competir con las especies que se pretenden cultivar y producir. También se utilizan al margen de la producción agraria, para la eliminación de la vegetación en cunetas, aceras y parques, donde no se quiere que crezcan plantas de ningún tipo. El herbicida más utilizado, al menos en España, es el glifosato que, curiosamente, su primer uso no fue como herbicida. Fue sintetizado en 1950 como un compuesto farmacéutico pero, al no encontrarse aplicaciones en este sector, fue comercializado como desatascador. Años después, en 1970 el glifosato fue reformulado, testado y patentado por la empresa Monsanto para su utilización como herbicida.
La patente de Monsato expiró en 1991 y en la actualidad este pesticida es producido a nivel mundial por un elevado número de fabricantes. En 1996 aparecieron los primeros vegetales modificados genéticamente, creados para tolerar el uso de este herbicida. Desde entonces las ventas del glifosato no han dejado de aumentar, convirtiéndose en el herbicida más vendido en el mundo por su eficacia y reducido coste. Pero el uso del glifosato conlleva graves problemas de contaminación, por su toxicidad para el medio ambiente y para la salud humana.
En 2015, un informe de la Agencia de Investigación del Cáncer (IARC) concluyó que existían suficientes datos en estudios para establecer una relación entre la exposición al glifosato y el cáncer en animales.
Desde entonces, las evidencias científicas de los perjuicios del uso de esta sustancia no han dejado de crecer. Por ejemplo, el pasado mes de marzo Pesticide Action Network Europe publicó un informe que concluye que el glifosato es tóxico para las abejas y otros insectos.
Otros muchos estudios sugieren que la exposición humana al glifosato puede causar la modificación del correcto funcionamiento del sistema hormonal, la enfermedad de Parkinson y alteraciones de la microbiota, que puede conducir a la supresión del sistema inmunitario.
A consecuencia de ello, en 2015 y 2016, numerosos ayuntamientos de todo el país, incluyendo los de Madrid y Barcelona, aprobaron el dejar de utilizar este herbicida en las ciudades, especialmente en parques, jardines y calles (donde podía afectar especialmente a los niños en los parques y a las mascotas). Y también algunas comunidades autónomas decidieron dejar de utilizarlo en las cunetas de las carreteras, sustituyéndolo por desbroce mecánico.
Sin embargo, en el sector agrario ha ocurrido todo lo contrario, en gran parte debido el firme apoyo recibido para su uso por parte del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, justificándolo con escasos datos y de muy dudosa calidad. A consecuencia de ello, en un período de tan sólo 10 años, el uso del glifosato en nuestro país aumentó nada menos que un 76,5%, pasando de los casi 7 millones y medio de kilos de 2011 (7.431.689 kilos), a los más de 13 millones de kilos de 2020 (13.082.329 kilos).
Su uso masivo en el campo está produciendo la contaminación del medio natural, y muy especialmente de las aguas, tal y como corroboran los datos oficiales. Efectivamente, según el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, en 2021 uno de cada tres puntos de muestreo de aguas superficiales superó la norma de calidad ambiental establecida para el glifosato de 0,1 µg/litro.
En lo que a las aguas subterráneas se refiere, lamentablemente se dispone de poca información sobre su contaminación por glifosato, debido al deficiente control que sobre éstas realizan las confederaciones hidrográficas y los organismos encargados de la gestión del agua en las comunidades autónomas, como prueba el escaso número de analíticas realizadas, un 93,5% menos que las hechas de las aguas superficiales. Esta falta de información sobre las aguas subterráneas es especialmente preocupante, pues el agua de consumo humano de una buena parte de la población de nuestro país procede directamente de acuíferos. Concretamente, el 70% de los abastecimientos urbanos de España procede de aguas subterráneas, que satisfacen las necesidades de entre 28 y 30 millones de habitantes, sin contar buena parte del consumo de los más de 80 millones de turistas que nos visitan todos los años (iagua, 2019).
Por todo ello, es necesario que el Gobierno se oponga próximamente a la renovación del glifosato. Pues no hay que olvidar que la aprobación o la renovación de un plaguicida es una decisión política que es tomada por los Estados miembros de la Unión Europea. El Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación debería moderar su política productivista, y rechazar el uso del glifosato en la agricultura, aunque ello conlleve la protesta de productores y fabricantes. El glifosato no deja de ser un “veneno” para acabar con plantas, y además están plenamente demostrados sus graves efectos sobre el medio natural en general y sobre la salud de las personas en particular. Y en una sociedad democrática como la nuestra, es el interés general del conjunto de la población el que siempre debe prevalecer, y los diferentes ministerios son los que tienen la obligación de velar para que así sea.