Era pronto por la mañana y, en día festivo, no había gente en la calle, apenas mi perro y yo. Los gritos sonaron aún más broncos en ese silencio, aunque no acerté a entender lo que decían. Entonces él dobló la esquina. Muy pijo, barba, barbour, un estilo parecido al de Espinosa de los Monteros. Avanzaba muy rápido y, al pasar junto a mí, pude entender lo que iba mascullando: “Está loca, está loca”.
Deduje que era él quien había gritado unos segundos antes y me paré. Ella dobló la esquina poco después, aunque él ya se había alejado calle arriba. Era rubia, espigada, podría haber sido Cayetana Álvarez de Toledo, vestida en tonos beige, con uno de esos chalecos de piel ajena que evocan cautiverio y sangre animal. Llevaba en brazos un bebé, pegado al pecho con una mantita de lana fina que parecía muy esponjosa. De la mano, una niña muy pequeña, que apenas le llegaba por encima de la rodilla, una niña como sacada de uno de esos marcos de plata donde posa para siempre la gente clásica y bien.
Se abrigaba con una de esas capotitas que se atan con una cinta al cuello, abriguito de lana corto, no más grande que su talla, leotardos de canalé, merceditas de terciopelo, todo en colores claritos, todo impoluto, todo propio de ese eterno domingo en el que viven algunos apellidos, algunas clases. Apretaba en la mano un peluche pequeño. No pude apreciar a qué animal representaba pero sí pude sentir que aquel trozo de tela mullida era lo más seguro a lo que podía aferrarse en aquel momento.
Hacía frío bajo el cielo gris y la calle había vuelto a sumirse en el silencio de la mañana festiva. Me acerqué a la mujer, le pregunté si necesitaba algo. Me dijo que no. ¿Seguro?, le insistí. No, volvió a responder. Se paró, sin embargo, un instante frente a mí, sus dos manos ocupadas con la niña (que se quedó muy quieta) y el bebé (que parecía dormido o que ya hubiera aprendido a callar en ciertas circunstancias), y me miró con una gratitud que me hizo sentir culpable por ese algo, acaso necesario, que yo ya no iba a hacer. Ella siguió, despacio, el camino que el hombre había hecho, casi corriendo, poco antes.
Me quedé todo el día pensando en esa mujer. Pero, sobre todo, en esa niña, que tendría unos tres años. Demasiado pequeña para poder decir nada ni, mucho menos, hacer nada. Demasiado grande para darse cuenta de casi todo. Quizás esos gritos en la calle fueran la primera vez, una bronca que se fue de tono. Quizás era la primera vez que su papá llamaba loca a su mamá, la primera vez que la dejaba plantada en una acera, la primera vez que su mamá se quedaba sola con ella de la mano y con el bebé pegado contra el pecho, la primera vez que una desconocida le ofrecía ayuda a su mamá una mañana de invierno, la primera vez que tenía que apretar muy fuerte a su peluche para no estar tan asustada.
O quizá no, quizá no fuera la primera vez. Quizá se quedó tan quieta porque ya sabe que es lo mejor, que en esos casos tiene que hacerse aún más pequeña, arrugarse tanto por dentro que la capota, el abriguito, las merceditas parezcan como nuevos, sin una mancha, sin ensuciar, y aferrarse a la mano y al peluche, no decir nada, no hablar.
No pude conocer el alcance del episodio al que asistí, ni lo que había detrás de esa violencia verbal, más allá de la broca puntual que no pasó de unas palabras más altas que las otras y que me impidió intervenir. Pero desde que volví a casa con mi perro, y con la mañana de fiesta teñida de inquietud, no he parado de pensar en que los niños y niñas son los grandes olvidados de la violencia de género. Casi siempre desprotegidos, ni siquiera son contabilizados como víctimas cuando lo son sus madres. Una desprotección que llega a extremos tan crueles con los menores que puede obligarles a cumplir un régimen de visitas con un padre maltratador de la madre que la justicia, sin embargo, considera que puede ser un buen padre. La contradicción es desgarradora y esos niños y niñas cuentan más adelante el miedo y la ansiedad que fueron obligados a padecer. En mayor o menor grado, arrastrarán durante toda su vida secuelas y un estrés postraumático.
Solo en un 2,9% de las denuncias por violencia de género se suspendió en 2018 la patria potestad de los padres, y la suspensión de las visitas se aplica en muy pocas ocasiones, a pesar de que en 2015 se hizo un reconocimiento específico de los menores como víctimas directas de la violencia de género. Es escalofriante, sin embargo, que solo se contabilice, desde 2013, el número de menores asesinados por sus padres, así como los niños y niñas que quedan huérfanos por crímenes machistas. Son alrededor de 265 en el Estado español.
Fuera de la estadística quedan los miles de niños y niñas que son, con sus madres, víctimas de la violencia de género. Pero tienen que matarlos para que se cuente con ellos. Son las víctimas más vulnerables, más indefensas y más olvidadas. Solo los animales de familia comparten con ellos la violencia más impune y el abismal olvido, como refleja el poeta Jesús Aguado en uno de los poemas más bellos y terribles que ha dado nuestra poesía contemporánea. Se titula ‘King’ y pertenece al libro Carta al padre.
Con motivo del pasado 25-N, el Gobierno de Asturias publicó un vídeo titulado La herencia en el que se reflejan testimonios reales de niños y niñas víctimas de una violencia de género que incluye agresiones sexuales hacia ellas. Es escalofriante. En la macro encuesta realizada por el Ministerio de Sanidad en 2015 se señala que el 63,6% de los hijos e hijas de mujeres maltratadas fueron testigos de alguna situación de violencia, el 92,5% siendo aún menores de edad. Tienen secuelas psicológicas y físicas, consecuencia de la somatización del pánico. El 10% de los menores del Estado han sido testigos o han estado sometidos a la violencia de género. El 10% es una cifra vergonzosa de una realidad soterrada de la que la sociedad debe hacerse cargo.
Son niñas y niños solos, aterrados, sin capacidad de hacer nada contra su cruel destino, cuya única seguridad sea acaso mantenerse muy quieta, muy callada y aferrarse a un pequeño peluche. Como la niña impoluta de la capotita.