Hijos de nuestros padres y de todos nuestros ancestros, es cierto que España arrastra unos condicionantes que configuran su ser: una herencia, aunque no sea precisamente la que ocupa el reiterado discurso del Partido Popular como excusa a su política de recortes.
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De espaldas al mundo. Tras el aislamiento que llevó acarreado el franquismo, muchas industrias españolas llegaron tarde al desarrollo. Cuando ya la “globalización” neoliberal imponía la gestión por medio de multinacionales y comenzaban las deslocalizaciones buscando sueldos aún más bajos que los españoles. “A muchas empresas españolas les resultó difícil el tránsito de operar en el mercado interno a internacionalizarse”, dice el economista Albert Recio en su capítulo de Actúa. Con sustanciosas ayudas públicas, grandes grupos fueron abandonando la actividad industrial para centrarse en obras y servicios y más tarde en la especulación financiera. Buenos resultados para ellos pero no para el conjunto del país. Entretanto el sector público era –y es- uno de los más escuálidos de Europa: apenas servía para la creación de empleo. En este conjunto se inscribe el pecado original tanto de los irrisorios salarios españoles como del elevado paro. Nada que ver con el mercado laboral y su presunta y eterna necesidad de “reforma”.
La casita heredada. Desde el desarrollismo de la década de los “sesenta”, España apostó por la vivienda como motor económico en lugar de para satisfacer una necesidad social. Se primó de un lado la compra sobre el alquiler y del otro la construcción privada sobre la vivienda social. Los países nórdicos y Holanda optaron en cambio por esta última; Alemania o Suiza palian su déficit con alquileres sometidos a regulación pública para evitar excesos. En España un 83 % son propietarios de su vivienda (según un estudio de Eurostat), una de las cifras más altas de la UE cuya media es del 65%,
“Alquilar es tirar el dinero”, sin protección sí, algunos prefirieron tirar su vida, engrosando por añadidura la deuda privada española, ésa que nos quita “confianza” ante los mercados. Para el sistema bancario español ha supuesto un colapso en sus intestinos, como vemos ahora. “Podíamos ser muy ricos”. Todos. El primero aquel empresariado español tan endogámico y peculiar. Si los gobiernos socialistas de Felipe González impulsaron la compra de viviendas y la entrada de capital extranjero, el golpe de muerte a una política coherente se lo dio la Ley del PP de 1998 de liberalización del suelo. Fue cuando definitivamente se infló la burbuja inmobiliaria y juntos caminaron más que nunca el “pelotazo” y el “ladrillazo”. Abandonados absolutamente por los poderes varios y también por las mínimas bases de cordura, nos encontramos con el mayor parque inmobiliario de la UE; en su día el ritmo de construcción más alto y… a la vez el acceso a la vivienda más difícil. Los precios son más caros en España que en varios países europeos. Además, una vez pinchada, la burbuja arrojó un abultado número de personas al paro.
Las ovejas negras de la familia. Hasta llegar a cuadrar un ganado endrino que asombra al mundo. El robo de dinero público por parte de políticos y de los agraciados con sus favores es una pesada herencia con la que cargamos. Ninguno ha devuelto lo sustraído, y pocos han pagado con cárcel –o no con cárcel suficiente- su delito. Una corrupción amparada por la tolerancia social e incluso la envidia de su “listeza” que arrastramos como un estigma desde que la “picaresca española” se consideró como un valor. Y que nos lleva a liderar prácticamente la economía sumergida de toda la Unión Europea.
Yo soy español, español, español. España tiene una larga tradición en disuadir el pensamiento crítico. Con graves carencias educativas, el español es de los pocos ciudadanos que presume de su ignorancia. No lee, no habla idiomas, no viaja (el 48% no ha salido nunca del país y el 10% ni siquiera de su provincia, según dictaminó un estudio de FUNCAS). Los recortes en educación agravarán el problema cuando nuevas generaciones comenzaban a paliarlo. El franquismo tampoco fue inocuo como herencia psicológica. El poso de sus directrices que propiciaban la infantilización y la sumisión todavía pesa en la actitud ante cualquier atropello. De eso se valen políticos sin escrúpulos.
Luego sí hay herencia con la que lidiar, al punto de plantearse incluso si aceptarla “a beneficio de inventario” o repudiarla. Solo que otros la arrostraron y aún lo hacen. El mundo -abierto hoy por numerosos medios- ya cala, muchos rehúsan herencias que se instalaron en los genes pero no mueven el presente y sabemos que existen diferentes formas de vivir, sin ladrillos, pelotazos, caspa o exacerbado consumismo. La herencia existe pero es otra. Y pesada. Lo último que podemos permitir es ensanchar sus activos tóxicos.