Durante años se firmaron en España millones de hipotecas abusivas, llenas de cláusulas suelo, intereses de demora, ejecuciones sin amparo judicial, subastas a favor del banco, obligaciones arbitrarias. Todo aquello estaba en los papeles que firmaste, en letra apretada y jerga tecnoburocrática, pero nadie te advirtió porque no tenía importancia, era prosa de relleno, cláusulas que nunca se iban a aplicar, porque la burbuja nunca iba a pinchar, los pisos nunca iban a bajar y tú no ibas a quedarte en paro.
Ahora, cuando el sueño de ser propietario se ha convertido en pesadilla para muchos, recuerdas el día que firmaste tu hipoteca, y lo recuerdas envuelto en niebla, confuso, como si te hubiesen echado algo en la bebida. “¿Yo firmé aquello?” En pleno resacón, miras tu hipoteca como un tatuaje horrible que te hicieron durante la borrachera y que descubres al mirarte al espejo por la mañana. ¿Me hice un tatuaje anoche? ¿Firmé una hipoteca abusiva?
Sí, tú firmaste. Pero haz memoria, recuerda que no estabas solo, en la juerga participaron otros. Para firmar una hipoteca hacían falta al menos cuatro personas: una eras tú, los otros eran el representante del banco, el notario y el registrador de la propiedad. Tú eras el pringao, está claro, el que tiene el tatuaje en la cara, ¿y qué pasa con los otros tres? ¿También recuerdan aquel día con dificultad, como si estuviesen drogados, o saben algo de tu tatuaje, de tu hipoteca?
Como toca buscar culpables, les preguntas quién tuvo la culpa, y cada uno señala a los demás. “Han sido ellos”.
Los banqueros se defienden diciendo que “si hay un país que tiene toda clase de cautelas para el deudor hipotecario, ese es España, donde un notario y un registrador acompañan al cliente”, dijo ayer el presidente de la patronal banquera, repitiendo la consigna habitual: pregúntenle a notarios y registradores, si había abusos será que no hicieron bien su trabajo.
Por su parte, los registradores acusan a los notarios. Ayer, el Colegio de Registradores de la Propiedad echó la culpa a la reforma hipotecaria de 2007, que les quitó a ellos el control preventivo y lo dejó en manos de los notarios.
Y los notarios se desentienden, faltaría más, y dicen que la culpa es de la normativa vigente, que no les deja proteger al comprador porque el sistema de notificación de cláusulas abusivas es “ineficaz”. Todo ello en pleno fuego cruzado entre notarios y registradores por el control futuro del registro civil, en un momento en que unos y otros han visto reducidos sus ingresos por el pinchazo de la burbuja.
Y ahí estás tú, con tu tatuaje horrible, con tu hipoteca abusiva, mientras notarios, banqueros y registradores se acusan entre ellos. Y lo único que recuerdas es que tú eras el panoli que pagó todas las copas de la noche, porque ellos se conocían ya de antes, el notario lo puso el banco. Ah, y en algún momento de la noche apareció otro colega de aquellos: el tasador, también amigo del banquero, que sobrevaloró la vivienda y te dio unas palmadas amistosas en la espalda: pedazo piso has comprado, ¿eh?
Pensabas que estabas con gente de bien, con bancos que algún organismo supervisaba, con notarios que cumplían su papel de fedatarios, y registradores que se aseguraban de inscribir algo conforme a la ley, y resulta que no: el banco te la colaba doblada en cuanto parpadeabas, el notario aparecía solo en el momento de la firma, leía de carrerilla y se iba al baño para no mirar en el momento del pago, y el registrador se limitaba a completar el trámite.
Ahora ya no tiene remedio, eso te pasa por irte de juerga, por firmar una hipoteca pensando que estabas en un país que protegía a los consumidores y donde la vivienda era un derecho. Es verdad que algo de culpa tienes: debiste ir con más cuidado, leerte bien lo que firmabas, asesorarte por alguien de confianza, elegir tú al notario, preguntar si no entendías algo… Pero qué fácil es decirlo ahora, qué fácil es culpar a los hipotecados por haber firmado lo que firmaron.
Defiéndete, di que sí te echaron algo en la bebida: aquella droga que excitó a todo un país durante años, que nos convenció de que la fiesta nunca acabaría y todos teníamos derecho a beber de primeras marcas, que nos hizo relajar la confianza hasta extremos suicidas: confianza en el banco, en las leyes, en el Estado, en el notario, en la física (la ley de la gravedad: todo lo que sube, baja), y también en nosotros mismos.
Qué resacón, qué dolor de cabeza, qué tatuaje tan espantoso.