Este lunes, mientras en Barcelona se producían los primeros incidentes por la irresponsable exhibición de una estatua decapitada de Franco, el Gobierno austriaco anunciaba su intención de demoler la casa natal de Adolf Hitler, ubicada en la localidad de Braunau am Inn. El azar quiso que estas dos noticias se produjeran simultáneamente, poniendo aún más en evidencia el tremendo problema de Memoria y de Historia que tenemos en este país.
El ministro del Interior austriaco afirmó que “demoler la casa de Hitler es la solución más higiénica” para evitar que el edificio en el que nació el Führer continúe siendo un lugar de peregrinaje para neonazis. Las naciones que fueron la cuna del fascismo europeo no tienen dudas a la hora de asumir su negro pasado y afrontar cualquier tentación nostálgica con rigor, contundencia y valentía política.
Realizar el saludo fascista en una calle de Alemania puede hacer que pases hasta seis meses entre rejas. Difundir simbología y propaganda nazi, xenófoba o antisemita está castigado con tres años de prisión. La sección 86 del código penal germano está centrada, exclusivamente, en perseguir con dureza este tipo de comportamientos. Alemania lleva 71 años sin calles, plazas ni estatuas dedicadas a los dirigentes del Partido Nacionalsocialista; 71 años en los que sus jóvenes han estudiado la cruda realidad de lo que significó esa oscura etapa de su Historia; 71 años en los que las instalaciones de los campos de concentración han constituido una visita obligatoria para sus estudiantes.
A pesar de esta larga experiencia, o quizás debido a ella, las autoridades alemanas siguen sin confiarse, siguen sin frivolizar con el tema. El fascismo no es un juego y la Historia, especialmente la más reciente y dolorosa, no está para hacer experimentos.
Menos licencias que en Austria o Alemania nos podemos permitir en un país como el nuestro, que sigue siendo una anomalía en la Europa democrática. Aquí no llevamos ni 71, ni 41, ni siquiera un año de normalidad histórica. Aquí la cuenta no se pondrá a cero hasta que nuestro Hitler particular, que lo tuvimos, sea sacado de la faraónica tumba en la que reposa desde 1975. España no podrá mirar serenamente hacia su pasado más reciente hasta que no lo interiorice con todas las consecuencias, como hicieron las naciones que formaron parte del Reich.
El primer paso, que increíblemente no se ha dado 40 años después de la muerte de Franco, es asumir que tuvimos una dictadura sanguinaria. Hoy aún provoca debate decir obviedades tales como que el “Alzamiento” fue en realidad un Golpe de Estado contra la democracia o que el “Generalísimo” no fue otra cosa que un dictador originalmente fascista, que fue adaptando su ideología en función del contexto internacional vigente.
Ese paso se puede dar por consenso o a golpe de ley, como hicieron en Austria y Alemania, pero resulta imprescindible darlo. De lo contrario seguiremos teniendo que justificar que se eliminen las calles dedicadas a militares golpistas o que se exhumen, de una vez por todas, los cuerpos de las más de 100.000 víctimas que siguen enterradas, como si fueran perros, en las cunetas.
Ese paso, de asumir la dictadura en toda su negra magnitud, ya sabemos que no lo dará una derecha que sigue sin querer desvincularse totalmente del franquismo. Si lo hacen las izquierdas tendrá que ser a la tercera, después de la inacción de Felipe González y de la marcha atrás de Zapatero con su descafeinada ley de Memoria Histórica. Mientras ese día llega, es positivo que se den pasos pero sin improvisaciones ni ocurrencias como las que recientemente han protagonizado algunos ayuntamientos del cambio.
Sin duda con buenas intenciones pero con mucho desconocimiento, la alcaldesa de Madrid propuso renombrar como “Valle de la Paz” lo que hoy es el Valle de los Caídos. Muchos pensamos inmediatamente en si Manuela Carmena se refería a aquella “paz de los cementerios” que logró Franco tras exterminar, encarcelar o atemorizar a la media España que no pensaba como él. Obviamente lo hizo sin querer, porque lo hizo sin pensar y con un deseo de contentar a todos… a las víctimas y también a los verdugos.
Algo similar ocurre estos días en Barcelona. La, sin duda, necesaria exposición sobre la dictadura ha quedado eclipsada por el malestar que ha provocado la exhibición de una estatua del dictador. El Ayuntamiento y los organizadores no entienden por qué muchos ciudadanos se han sentido ofendidos por la reaparición, aunque sea amputada, de la efigie ecuestre del dictador.
La respuesta es sencilla: vamos cien pasos por detrás porque no hemos superado el franquismo; la respuesta está en nuestras cunetas, en el Valle de los Caídos, en la calle del General Millán Astray de Madrid; la respuesta está también en Berlín, en Munich y en Braunau am Inn. Con la Historia más reciente, y menos aún con la que no ha sido asumida no se juega. La presencia de Hitler y de Franco no es grata ni necesaria, ni siquiera descabezados.