Hola, bases; adiós, responsabilidad
La marea de la nueva política, ahora que se retira, deja las playas con algún que otro producto contaminante. Uno de estos productos, genuinamente populistas, es la apelación a las bases, incluso a los simpatizantes, del partido para que tomen decisiones que los cargos orgánicos, elegidos al efecto, no quieren tomar por miedo o como maniobra.
Nadie podrá negar la necesidad de cambios, revolucionarios incluso, en la mecánica de los partidos. Su esclerosis atenaza la vida política. En las democracias representativas, los partidos han constituido el mecanismo habitual de selección de candidatos y mensajes para la participación de la ciudadanía en la cosa pública.
La complejidad social descarta a primera vista la supresión de los partidos políticos, introduciendo la democracia directa. Impone, sin embargo, su reforma. Hasta ahora se van intentado fórmulas, pero la baja afiliación es un lastre para esa reforma. El quid de la cuestión está en encontrar un medio que incentive que los ciudadanos, los votantes, se involucren cuanto más mejor en la selección de problemas, de soluciones y de candidatos para abordarlos, es decir, para llegar, al poder institucional.
Aunque no se ha abandonado nunca, la democracia directa parece vivir una segunda juventud. Los manidos ejemplos que nos ofrecen con inusitada frecuencia Suiza o los Estados Unidos motivan a recurrir a esas vías. Son dos casos territoriales diversos, pero con una gran fragmentación de circunscripciones, en sendos estados muy federalizados, lo que tradicionalmente ha permitido un contacto directo de las comunidades, no necesariamente nacionales, con la solución a problemas muy concretos. Desde las horas o días en que las vacas pueden llevar cencerros y alterar la paz vecinal o la autorización de mezquitas, en la Confederación Helvética; o los llamados referéndums de revocación de cargos, referéndums que pueden plantearse como propuestas únicas o junto con otras iniciativas de diversa índole o elecciones. Sin ir más lejos hace muy pocas fechas, el pasado 7 de junio, fue revocada la fiscal de San Francisco.
Aquí, siguiendo el ejemplo de Francia -poco se otea más allá- se han introducido las primarias en algunos partidos para elegir a sus candidatos a las diversas elecciones. No parece nada malo, si hay una real contienda, el que varios precandidatos entren en liza internamente, pero públicamente, para seleccionar a sus candidatos electorales. El sistema queda lastrado si no hay competición o esta es un puro paripé, donde todo el pescado está vendido. Se importa un sistema y se adapta localmente para pervertirlo e impedir así la renovación. Para ese viaje no hacía falta ninguna alforja.
Sin embargo, no es democracia directa, sino elusión de responsabilidades o manipulación política -elíjase lo que más agrade- el proceso inverso. Así sucede cuando los dirigentes recurren a una votación de sus bases para adoptar decisiones que transcienden al partido. Por ejemplo, si se sigue dando apoyo al gobierno del que el partido forma parte o para apoyar unos presupuestos u otra medida de calado.
Este aparente refuerzo democrático supone una grave alteración del propio sistema democrático. Supongamos que se somete a la militancia de un partido seguir dando apoyo a un determinado gobierno o presidente y, ¡maravilla de las maravillas! tenemos un empate a 1515 votos por bando. Dejando de lado esta astracanada de manual, aunque la ratio fuera de 100 contra uno, la censura sería la misma: un grupo no legitimado democráticamente, pues nadie lo ha elegido para tomar esa decisión de apoyo o censura, vota el apoyo o la censura de una persona o institución externa a ese partido, un gobierno, por ejemplo, y le permite seguir con vida política y lo hace caer, con las consecuencias que ello pueda comportar.
Los militantes de un partido carecen de legitimación en tanto que, constituidos en asamblea universal o de compromisarios, de poder institucional más allá de su propio partido. Nadie les ha votado para que apoyen o dejen de apoyar un gobierno. Quienes están legitimados para ello son los dirigentes que sí se han sometido al sufragio universal. Estos, en función de sus propias consideraciones, que han de hacer públicas, son los legitimados en democracia para apoyar o hacer caer un gobierno, especialmente si no se equivocan en el acto de votar.
Por supuesto, los militantes tienen derecho a expresar su opinión, pero si no están conformes con la política de su partido, no ha de recurrirse a una votación interna con efectos externos. Veamos un ejemplo próximo. Si nada cambia, Junts per Catalunya someterá a sus poco más de 6.000 militantes la decisión de seguir en el gobierno de coalición catalán. Junts recibió en las elecciones de hace 15 meses más de medio millón de votos. Queda clara la desproporción de las magnitudes y su significado.
Son los electores, en un acto de soberanía plena, quienes con su voto determinan el curso de los acontecimientos. Esos electores no han delegado para nada su soberanía en los afiliados del partido a cuyos candidatos han votado. Ni el resto tampoco. Por tanto, no han transferido su soberanía a un cuerpo electoral extraño, en cierto sentido privatizándola y, más grave aún, ajeno a su control. En efecto, lo que decidan los afiliados no puede ser controlado ni impugnado por los electores. Estamos ante un acto de poder sin control. Algo absolutamente ilícito en una democracia: no puede existir poder sin control.
Se me dirá que las ejecutivas de los partidos, en todo tiempo y momento, han generado apoyos y caídas de gobiernos. Pero eso se ha hecho sin mandato imperativo de sus bases cortocircuitando el mandato del sufragio universal.
Apelar a las bases, secuestrando la soberanía nacional, es puro populismo. No otra cosa es ofrecer a un problema complejo (seguir o no seguir en tal o cual gobierno, apoyar tal o cual medida presupuestaria, ir o no ir a la guerra, aunque sea económica, …), una respuesta binaria: sí o no.
Que los dirigentes de los partidos acudan a esconderse en las mesas camillas de sus militantes o los manipulen para reforzarse es otro ardid grosero para, al fin y al cabo, eludir responsabilidades. Los que hayan promovido esa consulta vinculante a las bases, encima, se pavonearán como genuinos demócratas. Llamar a unos pocos, que no están legitimados para ello, para que impongan su criterio a la ciudadanía es todo menos democrático. Es otra artimaña del populismo irresponsable.
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