Los días normales, en los que no hay sobresaltos epidemiológicos ni alertas sanitarias, las mujeres dedican más tiempo a cuidar, al trabajo no remunerado, a estar pendientes de su entorno. Sucede un martes cualquiera o un fin de semana de zafarrancho de limpieza, de comida familiar, de visita de los colegas o de todo a la vez. En esa normalidad en la que no hay cuarentenas, Fernando Simón no abre los telediarios y no sólo hay brócoli sino también papel higiénico y botes de garbanzos en los supermercados, las mujeres dedican el doble de horas que los hombres a trabajos no remunerados (cuidar a hijos o personas dependientes, tareas domésticas y colaboraciones sin sueldo en ONGs). El doble, no es poca cosa.
La llegada del coronavirus ha supuesto muchas alteraciones en nuestras vidas: hundimientos de la Bolsa, cancelación de las clases de colegios, institutos y universidades, cierre de bibliotecas, museos y centros culturales, exámenes de las oposiciones pospuestos, descenso del uso del transporte público… pero lo que se mantiene inalterable es el injusto, asimétrico y desproporcionado reparto de cuidados entre hombres y mujeres.
Algunos mantras que han ordenado la vida política de nuestro continente, y que parecían inmutables, están alterándose. El bichito ha provocado que el señor Almeida, alcalde de Madrid, reniegue de la disciplina presupuestaria que tan intocable le parecía cuando se trataba de constreñir y limitar la política social de Manuela Carmena. En la misma línea, el virus ha logrado lo que una situación de emergencia social y una pérdida de poder adquisitivo generalizado de las clases populares no consiguieron: que la Unión Europea deje de imponer el dogma neoliberal y permita flexibilidad plena en el Pacto de Estabilidad, lo que implica que Italia podrá incurrir en déficit. La misma Unión Europea que entre 2011 y 2018 solicitó hasta en 63 ocasiones que el gobierno italiano redujera su gasto sanitario y externalizara servicios relacionados con la salud.
La crisis pandémica está sacando a la luz ejemplos de lo peor y lo mejor de nuestra sociedad. En un lado de la balanza, la sanidad privada comportándose como un parásito que debería ser erradicado. Al otro, iniciativas ciudadanas dirigidas a organizar los cuidados: tuits que intentan recopilar gente que se ofrece a cuidar, carteles en los portales de estudiantes ofreciendo su tiempo libre estas dos semanas para hacerse cargo de los más pequeños, formularios para que canguros voluntarios y padres y madres se pongan en contacto. Todas estas buenas iniciativas, de las que hacen recuperar la fe en la humanidad, tienen algo en común: están encabezadas y engrosadas por mujeres (en el caso del formulario el 90% de personas que se ofrecen a cuidar son mujeres).
Ni con el apocalipsis llamando a nuestra puerta somos capaces, los hombres, de priorizar los cuidados. ¿Qué más tiene que ocurrir para que tengamos un papel activo? Yo mismo me he visto intentando minimizar este hecho recurriendo al lugar común de “es que las mujeres son las que suelen cuidar y nadie va a querer dejar a sus hijos con un hombre desconocido”, pero hay algo que falla en este razonamiento: esto no explica por qué no nos ofrecemos. También he intentado explicármelo diciéndome que “las mujeres lanzan estas iniciativas en público y los hombres en privado”, pero si lo piensas un segundo no parece muy creíble. Sin negar que pueda estar ocurriendo por debajo del radar, ya es casualidad que no dejemos de ver a hombres pontificando sin tener ni idea sobre cualquier pequeño resquicio de la pandemia y que justo en este tema no nos sintamos interpelados.
La propagación de la pandemia hace que muchos de los pilares y certezas se estén tambaleando y, sin embargo, la desvinculación de los hombres con el cuidado y la reproducción de la vida se mantiene intacta. Corremos el riesgo de refugiarnos en el “yo sí que hago cosas”, muy tranquilizador a nivel personal pero tramposo e inoperante. Tramposo porque el género, la construcción social de nuestras subjetividades, no puede pensarse únicamente en clave individual sino que tiene un carácter colectivo. Inoperante porque en cierto modo niega el problema e impide que pensemos, debatamos y desarrollemos mecanismos colectivos e individuales, ahora sí, para cambiar esta injusticia. Lo que este momento de excepción pone de manifiesto es que, ante la emergencia de los cuidados que surge con el cierre de colegios y con nuestros mayores como grupo de riesgo, quienes toman la iniciativa y asumen la responsabilidad son las mujeres.
Ya sea por un virus de escala planetaria o por los sonrojantes datos que evidencian que los hombres hacemos mucho menos cuando se trata de cuidar, tenemos que sentirnos interpelados. Una interpelación que consiga desnaturalizar la idea de que son ellas las que deben, saben y les gusta encargarse de estas cosas. Necesitamos abrir una profunda reflexión a nivel personal y colectivo sobre lo que estamos dejando de hacer y los costes vitales que tiene para el resto de la sociedad y para nosotros mismos. No porque todo lo relacionado con los cuidados sea maravilloso, ni mucho menos, ni porque sea nuestro derecho, que también, sino porque es un aspecto fundamental para que la vida siga adelante y es nuestra obligación hacernos cargo de nuestra parte.