En estos días de dolor, indignación, incredulidad, desesperación y desesperanza compartidas, resulta que también hay elecciones. No exactamente aquí – entiendan el “aquí” como quieran -, pero parece que así fuera. Resulta que, dependiendo del resultado de unas elecciones “allí”, podría cambiar nuestra vida, nuestro entorno, nuestro presente y nuestro futuro.
Pues entonces, a votar, dirán ustedes, como lo digo yo. Como nos dicen en muchas ocasiones quienes lideran los partidos políticos: a votar, a disfrutar de la “fiesta de la democracia”, a escribir nuestro futuro. Pues no, resulta que en estas elecciones en las que se diría que nos va la vida, que son trascendentales también aquí y en el resto del mundo, la mayoría de la población supuestamente afectada no vamos a poder votar porque no tenemos derecho a ello.
Les cito, sin mencionar en concreto el medio, titulares reales de estos últimos días de medios de comunicación españoles “formales y serios”: “Unas elecciones trascendentales para Estados Unidos y el resto del mundo”; “Si gana Harris… si gana Trump: así puede cambiar Estados Unidos y el mundo”; “Europa, en vilo ante la posibilidad de que Donald Trump gane...”; “La economía mundial en vilo frente a Trump”; “La última oportunidad de un Occidente en riesgo de desaparición”; “Las elecciones que cambiarán el mundo”; “¿Qué se juega la política española en las elecciones de estados Unidos?”...
Así es, ya lo sabemos. Nos lo repiten hasta el aburrimiento. Hoy se celebran las elecciones en los Estados Unidos de Norteamérica, para varios niveles institucionales: elecciones totales para la Cámara de representantes, parciales para el Senado y la Presidencia del país mediante la elección de los compromisarios o “votos electorales” que serán quienes la/o designen.
El resultado es aún muy incierto, pues las encuestas balancean y no son concluyentes dada la situación de empate técnico que se pronostica. En todo caso, tal resultado se conocerá pronto y será, sin duda, ni más ni menos que el reflejo de la voluntad expresada por la ciudadanía de aquel país. No menos que esto, pero tampoco más. Y ello, sin perjuicio de las peculiaridades de su sistema electoral, no mayores que las nuestras – las múltiples nuestras: las de las elecciones generales, de donde resulta la designación del Presidente del Gobierno, o las de las Comunidades Autónomas o los Ayuntamientos -. Cierto es que mucho se resalta que allí, en los Estados Unidos, pude no coincidir la mayoría del voto ciudadano directo con la elección del Presidente, pero lo mismo puede ocurrir aquí, como ya conocemos sobradamente.
Pero no es eso lo que ahora me interesa resaltar, pues, aunque hay muchas cuestiones sobre las que se está hablando hasta la saciedad estos días y de las se seguirá hablando largo tiempo en adelante, lo que quiero es suscitar otra cuestión.
Porque, ciertamente, se da la circunstancia de que, cualquiera que sea el resultado, la elección de Harris o de Trump como Presidenta/e, parece que vaya a tener efectos en todo el mundo. Es claro que, si nadie lo remedia, así será. No se puede negar. Pero esto es justamente lo que debiera ser objeto de reflexión: ¿hasta dónde va a afectarnos? Y ¿por qué iría a afectarnos tanto?.
No quiero con esto decir, en modo alguno, que considere irrelevante a qué partido pertenezca dicha Presidenta/e ni su ideología. Pues la ideología personal y el carácter de la formación política, así como la concreta vinculación entre la persona elegida y el partido son, sin duda, factores que inciden en cualquier terreno, en los procesos de toma de decisión, en las decisiones mismas y, dentro de ellas, en las relaciones internacionales en todas sus dimensiones – política o geopolítica pura, si es que esto existe, defensa y seguridad y económica, cada una de ellas con sus múltiples derivadas –.
Ciertamente, según nuestra experiencia ya constatada por la realidad durante largo tiempo, su influencia será importante. Como lo es la de cualquier Estado de semejante potencial – militar y económico, particularmente – y como debiera serlo la de cualquier otro Estado, por pequeño – en todos los terrenos – que sea, pero cuya influencia pudiera ser muy positiva. Pero no, no es de esto de lo que hablamos, sino de la pura imposición del poderoso.
Una imposición “consentida” y “asumida” como algo irremediable y, en ocasiones, “asumida” como algo positivo. Todo depende de la ideología de cada cual. El poderoso puede resultarnos conveniente o no, según...
La cosa es que no se duda de los efectos del resultado de estas elecciones en la política española y en el “orden” internacional, en el plano de las relaciones comerciales y las políticas arancelarias, y en el de la “seguridad” del orbe.
Y esta asunción de la inevitabilidad de los efectos del resultado es lo que me genera importantes objeciones.
Así, está calando, porque así se quiere, la idea de que el mundo y nuestras vidas dependen de quién presida los Estados Unidos de Norteamérica. Esto solamente debiera ser una verdad parcial, muy parcial. Una verdad que debiera ser completada con otra: la de que así será únicamente si el resto de países – o la mayoría de ellos o los, a su vez, también poderosos – hacen dejación de sus ideas, compromisos, responsabilidades y obligaciones.
Ocurre que, por ejemplo, me resulta muy difícil comprender y aceptar las diferencias de trato a los distintos países, las altas exigencias de calidad democrática y respeto a los derechos humanos a unos – lo que es irreprochable en sí mismo - y no a otros – los Estados Unidos de Norteamérica, con claridad, entre estos últimos: aún sigue reteniendo en su base de Guantánamo a unos 30 prisioneros desde 2001, sin juicio ni garantía alguna, y aún en muchos Estados rige y se aplica la pena de muerte -. Diferencias que se extienden a las respuestas de, por ejemplo, la UE, a determinadas decisiones, normalmente económicas, que se toman en los Estados Unidos, o a su implicación en conflictos bélicos en cualquier lugar del mundo, como en el genocidio que Israel está cometiendo en Gaza.
Y, por todo esto, no debiera tener el resultado electoral norteamericano la relevancia que se le quiere otorgar. Ya que debiéramos convencernos de que - y luchar por ello – hay logros sociales cuya irreversibilidad o reversibilidad no han de depender de cuestiones como las que comento, sino de nuestras actuaciones y decisiones, en las que debiéramos participar directamente o por medio de “nuestros” representantes.
Así, si nuestra vida, la de tanta y tanta buena gente en todo el mundo, dependen de manera inevitable y en gran medida de unas elecciones, debiéramos poder participar en las mismas. En tanto no sea así, no puedo asumir que se nos impongan las políticas que allí se decidan ni sus consecuencias sin que mis gobernantes y representantes – en cuya elección sí he podido participar directa o indirectamente – tengan la posición de firmeza que ha de exigirse para oponerse de manera efectiva a todo aquello que perjudique nuestros derechos sin tener arte ni parte en la decisión.